Buscar este blog

lunes, 20 de octubre de 2014

UN EXTRAÑO PERSONAJE

Al abrir la puerta del cuarto había un hombre sentado en una silla muy alta delante de una mesa poliédrica. Y en la mesa había un queso azul muy fuerte que despedía un olor que cargaba la habitación pero que no resultaba desagradable; y al lado del queso había una botella de vino con un vaso muy ancho y corto. Parecía que aquel
señor vivía allí de forma permanente, pero allí sentado en esa silla tan alta y con las piernas colgando y vestido de chaqueta negra con una corbata verde y pantalones vaqueros que le quedaban cortos y que dejaba ver unos calcetines blancos calzados en unos zapatones marrones del 46 como mínimo. El señor se quedó mirándonos un tanto sorprendido. Quizás nunca esperaba que a alguien se le ocurriera abrir esa puerta y así descubrir su olvidada morada que por cierto carecía de ventanas al exterior y era forzado el tener siempre la luz encendida. No sabía qué pregunta hacernos. Sabía que éramos los vecinos de pared y de puerta, aunque era muy raro que una puerta dentro de un mismo piso fuera a dar a otra vivienda privada. Un arreglo un tanto extraño de nuestro arrendador, pero en aquel país todo era posible. Un misterio descubrir que alguien vivía allí sin haber sentido un solo ruido o leve sospecha de inquilino alguno. Esa habitación tenía un candado y el arrendador nos había dicho que allí guardaba cosas.
El señor parecía tener unos 70 años y su cuerpo era muy delgado. Sus ojos eran de un gris sin vida y su rostro algo arrugado pero sin llegar a ser tempranamente decrépito. De repente nos dijo que él vivía allí porque su jubilación no daba para vivir en ningún otro sitio. Había quedado solo en la vida y eso era lo mejor que había podido encontrar. Fue una manera directa de presentarse y al mismo tiempo que decía esas palabras, saltó de la silla al suelo con cierta agilidad. “Me llamo Gilbert Muskarro y provengo de las provincias del sur”, nos dijo de forma seca, “llevo aquí en este cuarto 6 meses y dos días. El dueño de este piso y cuarto es el hijo de un antiguo amigo mío y se le ocurrió meterme aquí pagándole sólo unos 10 vácuos al año, lo cual es muy barato y me permite vivir con cierta y secreta intimidad”. Le preguntamos que por dónde entraba al cuarto, pues no veíamos ninguna puerta ni ventana. Él entonces abrió una puerta de un armario que ocupaba media pared y vimos que por allí se podía salir al garaje tras una columna que le protegía de posibles miradas indiscretas. Nosotros jamás lo habíamos detectado a pesar de que nuestras entradas y salidas al garaje eran bastante frecuentes. “Bueno”, siguió diciendo, “desde que vivo en esta ciudad no dejo de divertirme jugando al escondite. Camino mucho por la ciudad y veo gente muy curiosa. No hay nada más entretenido que mirar las caras de la gente. También los cuerpos.” Entonces se empezó a reír y dio unas palmadas al pantalón como si quisiera quietarse el polvo o unas migas. Yo entonces le pregunté si quería
pasar a tomar café a nuestra sección del piso. Nos dijo que no, que se le hacía un poco tarde y que en otro momento él nos invitaría a beber buen vino y comer buen queso azul.
Dicho esto nos invitó a volver a nuestra sección. Salimos por la hasta ahora puerta de almacén o cuarto de los trastos, la volvimos a cerrar pero sin candado ya que habíamos roto el que había y nos quedamos un tanto intrigados además de incómodos. El dueño nos podía haber dicho algo. Siempre podríamos haber oído pasos, ruidos, toses, estornudos y nos habría dado un susto gordo. Pero lo extraño es que nunca, durante aquellos seis meses, habíamos escuchado nada. Había sido el silencio más absoluto.

viernes, 17 de octubre de 2014

HABÍAMOS LLEGADO A ITMILL

Era ese momento cuando vivíamos en el edificio de pisos cerca de la Institución de Enseñanzas de Jóvenes al cual me habían destinado después de inmensas pruebas y exámenes y papeles y dos viajes desde el Continente Kronkam para cumplimentar
fórmulas burocráticas de homogenización y habilitación y demás cosas laberínticas que me costaron días y noches rellenar pero que parecían ser necesarias para que un país democrático fuera bien. Y para ello nos desligamos de los trabajos de enseñanza que teníamos en Kronkam y nos vinimos a Rhena en un pueblo costero llamado Itmill. Y allí alquilamos un piso muy cerca de la Institución desde donde habríamos de empezar otra etapa en la vida y el pueblo era bonito, agradable; con playas grandes y pequeñas de arena fina y el mar estaba allí mismo a cada instante que nos apeteciera, con ese olor salubre y húmedo. Si mirábamos al mar en una noche oscura y cuando éste estaba muy agitado era una experiencia de angustia. Pensar en las profundidades de un mar agitado y frío sin posibilidad de agarrarse a nada es pensar en una muerte de terror abrumador. Pero el mar en un día de cielo azul de verano nos invitaba a lejanas tierras de aventura pirata de aires tropicales y gentes de espíritu acogedor que nos ha de contar viejas leyendas en boca de respetables ancianos. Pero en Itmill estaban también las montañas que nos rodeaban con picachos de caliza y altitud suficiente para situarse a vista de águila y así contemplar un paisaje costero delimitado por el alcance de nuestra vista. Extraordinario.

Un día la niña y yo estábamos mirando la tele en el salón y en la cocina estaba su madre cocinando algo muy rico que sacaba de recetas acumuladas a través de muchos sitios: publicaciones, revistas, libros o conseguidas a través de amigas con gustos culinarios. Y el olor llenaba la casa con aroma de especias y carne asada ya en su punto dentro del horno. Además siempre había un pastel o una tarta al final que nos hacía ganar algún que otro gramo de más de peso diario. La serie que veíamos en la tele era sobre unos
chavales que trabajaban en el Pony Express de los Territorios Salvajes e iban de una estación a otra con sus caballos veloces y sus mochilas de cuero adosadas a los caballos. Siempre había alguna aventura que nos agarraba con su trama y además la imaginación quedaba entretenida entre un paisaje y otro y las formas de vida de aquella época y territorio. Pronto Nika hacía valer su voz diciendo: la cena está lista y entonces nos íbamos a la mesa redonda cerca de la ventana de aquel piso bajo, colocábamos el mantel y los platos y los vasos y las servilletas y al final el posacacerolas para recibir el asado o el plato fuerte.
Mientras comíamos sentíamos estar viviendo en un mundo nuevo que nos habría de deparar sorpresas. La noche cubría el pueblo. Después de cenar leería el cuento a la niña y luego, una vez recogida la cocina, daría un paseo por Itmill.