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sábado, 18 de junio de 2011

UN ROSTRO PUEDE ABRIR UNA PUERTA INEXPLICABLE

Apareció por la capilla evangélica una tarde con su hermana mayor en un culto de los jueves cuando predicaba el pastor Daniel. Marcos tenía 16 años y se quedó mirando la cara risueña de la chica con una nariz algo alargada. Cuando acabó el culto fue a saludar a Marta, la hermana mayor; y, disimuladamente saludó a la chica. El saludo fue correspondido con una sonrisa y una mirada de espontánea simpatía. Cuando salió de la capilla llovía, pero bajo la lluvia y ya caminando en dirección a su casa por la Avenida Schulz; sintió que algo había pasado. Algo así como una pequeña trasmutación de los sentidos y entonces la lluvia no importaba, ni la caminata; ni la noche algo fría. ¿Quién era esa chica? No sabía que Marta tenía esa hermana tan risueña y con una voz con toque de inocencia. La vida puede cambiar en cualquier instante. Una simple mirada e intercambio de palabras puede ser el detonante y entonces la chispa del alma se ilumina. Y la ciudad cambia. Y la lluvia nos acaricia con suavidad en lugar de molestartnos. Y la caminata a casa se nos puede hacer increíblemente corta y llegamos y nada parece lo mismo. El enamoramiento es magia que nos envuelve en un ensueño. Marcos durmió con una imagen de rostro risueño y una ilusión desbordante.

Tres años después todo se había complicado.

Habían sido tres años intensos de pasión, de dudas, de trabajos inseguros; de estudios nocturnos abandonados. De un apego entusiasta por su iglesia protestante. De lecturas de la biblia buscando las claves del sosiego. La verdad para él era el sosiego, pero la verdad rehúye cualquier sosiego y nos avienta hacia la interperie. El mundo era muy grande y a los dieciséis o diecisiete años Marcos tenía la sensación de que no todo había de acabar en su ciudad provinciana. Pero la hermana de Marta era su refugio emocional, su plena confianza; su futuro ansiosamente incierto atrapado en un círculo de total inseguridad. Paseos bajo la lluvia en tardes solitarias. Conversaciones de almas casi gemelas. Salidas con los jóvenes de la iglesia y los cultos semanales. Religión, amor, trabajo de mecánico en cualquier taller; estudios nocturnos nunca acabados. Intensa relación. Demasiado intensa. Hasta que todo estalló y luego se evaporó como un mal sueño que deja secuelas que Marcos no era capaz de comprender mientras salía con la motocicleta por la ciudad a hacer recados para un taller mecánico cualquiera.

Marcos miró al pasado desde la lejanía del tiempo. Veía la cara risueña e inocente de Lucía con su nariz alargada y su rostro sonriente. Recordaba el encuentro; y, como las secuelas de un filme, veía pasar las escenas. Vio su misma persona derrotada a los diecinueve años retornando a su casa con el alma medio muerta y las esperanzas sin esencia. El rostro de Lucía se había hecho de piedra. Pero ya en ese momento de angustia y fracaso percibía allá a lo lejos, más allá de las montañas, un nuevo futuro, otra vida más allá de la cercanía y seguridad de su ciudad provinciana.

sábado, 11 de junio de 2011

ELEUTERIO EN EL TALLER DE LA RESINA MOLDEADA

Se llamaba Eleuterio y trabajaba en un taller de fabricación de piezas de resina y ebonita. Era oficial. Tenía rango y cierto poder sobre los pinches, peones y aprendices. Su rostro había adquirido la firmeza y la dureza que requiere el uso del poder. Una mirada por encima de sus gafas graduadas y ahumadas tenía el efecto esperado. El pinche, peón, o aprendiz, que recibía tal mirada sabía que estaba siendo escudriñado, controlado, o ya, directamente amonestado por algo que no debería de estar haciendo. Los jefes le depositaban su confianza, e incluso le agasajaban, le reían las malas bromas, y mantenían conversaciones amigables con él. Eleuterio reía todo lo que le decían los jefes, pero era una risa nerviosa, insegura, demasiado estrepitosa en ocasiones. Lo cual denotaba un ego muy inestable. Un ego de perro guardián, pero lamiéndoles las botas a los amos con el profundo resentimiento de quien se sabe inferior, de quien llegado el momento si él pudiera tener poder de verdad, con dinero, con carrera, con un buen coche y una buena hembra; entonces verían ellos, los amos del taller y los demás. Pero no era así. Ganaba poco. No tenía carrera; y salvo el dominio que tenía sobre cosas del campo, las vacas y el oficio; su conversación disponía de pocos recursos y le era muy fácil caer en tópicos ridículos incontrolables. Era buen guardián. La mirada por encima de esos cristales ahumados mantenía la disciplina del taller. Cuando su mujer venía a traerle la comida, en ocasiones, se veía una mujer muy gorda, demasiado gorda; con muy mal humor y malos modos. Cuando hablaba con Eleuterio se veía que esa mujer lo llevaba por el camino de la amargura con su mal genio de hembra con visible poder.

Pero Eleuterio era un oficial curioso y responsable. Un hombre cuyo banco de trabajo se parecía más a un altar sagrado, por su orden, por su aura; por ser un espacio absolutamente prohibido para otros. Sus palabras con los subordinados eran siempre ásperas, cortas, acusadoras. Eran esas palabras dirigidas para guardar distancia. Solía tener “amigos” y “enemigos” entre los obreros del taller. Los “amigos” eran aquellos que por razones nunca claras pues le caían bien. Entonces la mirada bajaba de intensidad; las palabras eran menos duras; les concedía alguna posibilidad de conversación más bien corta. Los “amigos” solían ser dos o tres. No más. Y los “enemigos” solían ser algunos más. Con ellos la mirada era de muerte. Fría como el filo de una navaja. Las órdenes eran amenazantes y, si el “enemigo” respondía con cierto malestar, entonces Eleuterio podía ser violento. Podía estallar tirando un molde contra la pared, o restallar alguna maldición venenosa que presagiaba venganza. Ser “enemigo” o “amigo” era cuestión de suerte. Nunca se sabía el por qué. A veces el enemigo pasaba a ser amigo sin saber exactamente por qué. Y el amigo por la misma sin razón perdía tal privilegio y pasaba a ser del montón o incluso enemigo.

Los hubo que se llegaron a enfrentar a él cara a cara. Entonces él, Eleuterio, se levantaba del banco y empezaba a mover todo el cuerpo como un animal en peligro. Se ponía blanco de ira contenida. Violento pero sin atreverse a matar a nadie aunque siempre podía producirse la posibilidad, pero que nunca se producía. Las frases eran fuertes. Salidas del mismo infierno. Era un odio atroz. Luego, se replegaba en sí mismo. Seguía cortando material o rellenando moldes y se le iba pasando..Después aparecía algún “amigo” nuevo para compensar. Hubo ocasiones en que fue posible la conversación normal. Y, ya mayor, cerca de los sesenta años, se hizo más humano. Las conversaciones se fueron haciendo más normales. Eleuterio fue aligerando tensiones profundas, complejos; quizás los resentimientos fueron perdiendo fuerza de puro agotamiento en el tiempo. Al final, y después de tantos años trabajando con él allá en los talleres Dimago, en la ciudad de Barnos, solo puedo sentir compasión por él. Solo compasión.