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jueves, 31 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (20). De La Moncada a la buhardilla de La Bancada.

Hay también una foto en los archivos familiares donde se ven al tío Benjamín, a  la tía Jesusa y al primo Felipe, como una familia con ganas de abrirse camino en el mundo y dejar su huella de humildad, de trabajo y de honradez. Es una de esas fotos que vista cincuenta y cinco años después de haberse hecho, se revela la nostalgia y el poder inexorable del tiempo actuando en nuestra vida. Sólo queda Felipe, hoy día retirado después de trabajar muchos años en una fábrica de galletas, y que ahora residente en Santánder. Felipe hace algunos años me propuso hacer una caminata desde Gijón a Nolan. Algo así como una peregrinación a nuestro lugar de nacimiento: una vuelta simbólica a nuestros orígenes después de haber pasado muchos años viviendo fuera. Es una buena idea que no habrá que esperar mucho para llevarla a cabo. Ayer también me decidí pasear hasta La Bancada, el sitio donde vivían mis abuelos Emeterio y Carmela, así que desde la calle Doradía me fui directamente al parque Adanero. En otra época, y si hubiese sido verano, ya hubiese comprado un helado en alguno de los carritos de helados Revolta o helados Dieguez o, quizás un pirulí en el puesto de aquel hombre que tenía una pata de palo y un bigote adornando una cara ancha ya algo erosionada por el vino. Creo que se llamaba Emiliano o algo así acabado en –ano. Crucé la Avenida Cárdenas y me adentré en el parque contemplando a mi izquierda el antiguo casino de la Moncada, o Sociedad de la Moncada, constituida como centro cultural de Langreo desde 1912. La Moncada se veía entonces como un casino o club social de la clase alta y media de Nolán. Cuando de chiquillos veíamos la Moncada sabíamos que aquel edificio de arquitectura de principios de siglo, representaba el mundo de los ricos, de los ingenieros, de los abogados y médicos. Era un edificio que representaba a los que tenían dinero y mandaban en la villa. Más allá está el kiosco de la música donde actuaba la Banda Municipal de Langreo; en una época dirigidos por Pedrosa y donde también estaban mi abuelo Isaac y mis tíos Alberto y Néstor. Hay una foto de la banda en Covadonga donde aparecen los tres. Todos ellos tocaban la trompeta. Isaac, Alberto y Néstor lo hacían ya desde una edad muy temprana, cuando aun eran niños todavía y la visera de la banda les quedaba muy grande. Néstor había tenido oportunidad de viajar a Londres con la banda, toda una hazaña en esa época cuando casi nadie salía del terruño y si se salía era para todo menos placer por viajar.

Recuerdo a mi abuelo Isaac con el uniforma de músico y su trompeta en la mano caminando hacia el kiosco un domingo primaveral. Nosotros, Jacob y yo, íbamos a casa de güelita de La Bancada, pero pronto veríamos al güelu y a nuestros tíos tocar en la banda de doce a una. Cuando eran las fiestas de San Ponce en el verano, todas las calles de Nolan amanecían con las banderitas de papel con la cruz de San Ponce, patrón de Nolan. Entonces era cuando la banda desfilaba por las calles y allí estaban mi abuelo y mis tíos tocando pasacalles y nosotros, la familia entera, nos sentíamos muy orgullosos de ellos. Tener un oficio y saber tocar un instrumento era la mejor herencia que se podía dejar a los hijos, decía mi abuelo Isaac. Los otros desfiles los hacía el Frente de Juventudes con tambores y toque de corneta, uniforme de pantalón corto, camisa azul con correaje incluido y botas de montaña. Durante las fiestas de San Ponce el parque Adanero se llenaba de caballitos, tómbolas y churrerías y por la noche todo era un bullicio de música, de micrófonos entremezclados, de embriaguez de magia y sidra por doquier. Pero ayer el parque estaba silencioso en esa tarde de marzo. Curiosamente, no se veía a ningún niño jugar y no parecía que el parque fuera el centro de esparcimiento social que en su día fue, lleno siempre de niños jugando o corriendo. Los patos ya no estaban en el estanque, pues ahora nadan libremente en el río Nalón que ya fluye limpio del carbón y la grasa a que había sido sometido antaño. Tampoco está la escombrera que cubría Los Zamporres, al otro lado del río y donde, en la única explanada que quedaba libre, se ponían los grandes circos cuando era San Ponce. Ahora hay una escuela, un instituto
e instalaciones deportivas. Del monumento al minero queda solo la estatua del hombre con un pico sujeto con los brazos en alto como quien lleva un fusil. Bajo la estatua hay unos versos de un poeta que no recuerdo. El monumento había sido inaugurado cuando yo tenía cuatro años y por muchos años el minero del pico estaba protegido por un gran muro de unos metros de altura y unos diez metros a lo largo en forma de medio círculo con ciertos motivos decorativos incrustados a base de azulejillos. Del centro del antiguo monumento salía una especie de asta que se dirigía al cielo.

Llegué entonces al barrio de la Bancada, y me fui dirigiendo hacia la buhardilla donde vivían mis abuelos hacia la mitad de la calle. El barrio sigue conservando muchas casas de la época; y, al igual que el de la Casería Nueva, tiene un sin número de rincones o callejuelas internas que esconden casuchas donde incluso ahora todavía vive gente. Hay que fijarse, pero ahí están. Paso la esquina donde en su momento estuvo la tienda de Pepa la comunista que nos ponía al día de todos los acontecimientos políticos contra el régimen de Franco. Parecía que aquel régimen nunca se iba a acabar; que era algo sagrado y puesto por Dios para siempre y jamás. Pero también desapareció. Y sin darme cuenta ya estoy en frente de la casa de la buhardilla que sigue allí a medio caer aguantando el tiempo y mirando siempre a la corriente del Nalón, pero sin ya poder dirigirse al picu Portal hoy día desaparecido; aunque sí pueden todavía los dos ventanucos contemplar los dos puentes de hierro por donde pasaban los trenucos mineros comunicando minas y lavaderos en otra época en que Langreo y Nolan tenían una mayor e intensa vida económica y social.

miércoles, 30 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (19) Los atracos a la despensa azul y Atilania.

Hay una foto guardada en algún sitio donde se ve a un grupo de alumnos de la Escuela Municipal de Nolan vestidos con mandilón y un abrigo. La foto está hecha en el patio y se puede comprobar que es un día de invierno a juzgar por los gruesos abrigas que llevan puestos los chiquillos. En ella está Jacob. Hay, luego, fotos individuales hechas por un fotógrafo profesional donde salgo yo sentado en un pupitre e imitando una postura de estar escribiendo con pluma estilográfica. La foto de grupo con esos abrigos tan gruesos me lleva a los inviernos tan crudos de Nolan, cuando era normal que nevara unos días al año. Cuando hacía mucho frío mi madre cerraba la cocina de casa-cueva a cal y canto y ponía una bayeta bajo la puerta para que no entrara el frío por la rendija. Una vez dentro y con el fogón a pleno rendimiento, incluso con la chapa al rojo vivo, podíamos leer tebeos o jugar al parchís o al ajedrez. Mi madre también solía planchar con aquellas planchas de hierro fundido que se ponían a calentar en la chapa de la cocina. Cuando teníamos un catarro nos ponía cataplasmas o a hacer vahos en la cama cubiertos con una manta, y; una cacerola con agua casi hirviendo y un generoso puñado de hojas de laurel o eucalipto flotando. Para cenar mi madre nos daba muchas veces fariñas de maíz. Las fariñas las solía comer a base de mochicones en las piernas ya que las odiaba tanto que por voluntad propia hubiere muerto de hambre antes de tragarlas. Mi madre echaba cucharadas de leche para asimilarlas mejor, pero hasta el día de hoy recuerdo las papillas de maíz como un castigo del infierno. Tampoco me gustaba la sopa de ajo que también había que tragar a base de riñas y forcejeos. La carne se comía muy de vez en cuando y de pescado las sardinas, los hombrinos y el bacalao seco puesto a remojar era lo que más comíamos. Luego, les fabes, los garbanzos, los fréjoles con tomate, sopa de arroz o a veces paella. Apenas se comía pollo pues era muy caro. El aceite con el que se freía era de soja y se vendía a granel. Una vez mi madre compró una botella de aceite de oliva que había valido la formidable cantidad de cien pesetas, pero por alguna razón accidental, se le escapó de las manos a Nolan no sé porqué razón, el caso es que la botella cayó y se rompió en mil pedazos y las cien pesetas de aceite rodaron por el suelo formando lagos y ríos que hubo que limpiar con lágrimas en los ojos.

En la cocina había una despensa, que era como un armariuco pintado de azul claro, adosado a la pared a un extremo de la mesa de madera de la cocina. Dicha despensa sufría de continuos ataques y robos, a veces palnificados, por parte de Jacob y yo. Ante cualquier descuido de mi madre íbamos raudos a meter mano a los bizcochos, al chocolate y sobre todo al azúcar. Nos atracábamos a cucharadas de azúcar de tal manera que dejábamos el bote temblando. Cualquier cosa dulce o rica corría peligro de desaparecer, no importa los escobazos o alpargatazos que podíamos llevar en algún arrebato de desesperación e impotencia de mi madre. Entonce mi madre contraatacó mandando a mi padre que pusiera una cerradura al armariuco y así todo quedó cerrado bajo llave. Pero siempre había algún descuido y tal descuido era fatal para el azúcar, el chocolate; e incluso, el vino que en ocasiones guardaba mi padre. No había piedad por parte de aquellos incorregibles  piratas. Entonces mi madre ante la imposibilidad de controlar aquella despensa decidió claudicar y dejarla abierta para siempre. Y, curiosamente, los atracones de azúcar, de bizcochos y de chocolate, duraron muy poco después de la desregulación y liberalización de la despensa azul. Simplemente, nos saciamos hasta sentir náuseas y luego ya nunca más echamos tras de ello.

Otra cosa que me llamaba la atención en casa era la máquina de coser Alfa que usaba mi madre. Siempre que podía descarrilaba primero la redonda cinta de trasmisión de piel de la rueda grande radial y luego le daba al pedal con las manos a la mayor velocidad que podía alcanzar. También me encantaba observar cómo mi madre bordaba la ropa, o, cómo cosía la endiablada máquina. Mi madre nos hacía la ropa, los pantalones cortos, los calzoncillos de lienzo; tejía los jerseys y hacía blusas tipo japonés que usábamos los veranos. A veces miraba los patrones que utilizaba y las revistas o folletos que tenía sobre moda y me resultaban aburridas. Allí no había personajes como en los tebeos; era todo rígido y tan artificial como las estatuas del parque. Mis tías y mi madre dedicaban mucho tiempo a hablar de trapos, de coser, de moda, etc. Cuando nos bañaba usaba un balde grande donde nos metía en pelotas y aquello que no se quitaba con la mano lo quitaba con un estropajo de esparto que escocía. El jabón era un jabón fuerte tipo chimbo. Mi madre siempre decía que teníamos roña en el cuello y esa roña había que quitarla con el mayor rigor higiénico, ya que esa roña era como un estigma social que había que evitar a toda costa. También jugaba por casa con cajas de zapatos que convertía imaginariamente en un autobús urbanos que iban haciendo rutas por toda la casa-cueva. Jacob y yo fabricábamos un tren hecho de botes de sardinas ovalados que juntábamos con un bramante como si fuesen vagones, y luego con otro bote cilíndrico de tomate, colocábamos una manivela de alambre fuerte que iba  enrollando en movimiento de tracción los "vagones" y de retracción al devolverlos vacíos a cualquier punto de partida. Si había algún camión de madera u hojalata le hacíamos un agujero en la parte delantera y así lo movíamos por todos los sitios.

A veces mi madre nos llevaba a Atilania a casa de la tía Amalia. Ir a casa de Amalia era dar un largo paseo atravesando Nolan para  luego tirar por la carretera de Mieres casi un par de kilómetros, y así llegar a la barriada de Atilania, donde vivían mis primos Julio, Mariela y el pequñín Cristian. Amalia siempre nos daba algo de merendar y mientras ella y mi madre hablaban de sus cosas, nosotros jugábamos por el barrio hasta el oscurecer. Recuerdo Atilania y los juegos con mi primo Julio con alegría; ir a verlos era como un oasis que nos sacaba de la rutina de Nolan. El marido de Amalia era Nino y a mi los dos tíos y los primos de Atilania me resultaban buena gente con buen carácter. La vuelta a Nolan la hacíamos ya de noche y entonces podíamos contemplar con cierto respeto y misterio los hornos de Duro Felguera sacando coladas de hierro fundido y luego el infernal ruido, con bramidos incluidos, de los trenes de laminación o el vaciado de las coladas en los grandes crisoles. A mi aquello me metía miedo, sobre todo cuando salían llamaradas que iluminaban el cielo alrededor como relampagos. También íbamos a veces a Vega del Entrialgo o a Solmero a ver a la tía Natalia y a mi prima Lucía. Una vez fuimos por las fiestas de la Virgen del Lago y nos lo pasamos de cine montando en los caballitos, yendo a la cama tarde y luego al día siguiente era la emoción de estar en un mundo diferente donde nos consentían todo por un par de días. Creo que esos días también estaba  mi primo Felipe.

martes, 29 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (18) El Plan Marshall y las oscuras monedas del deseo.

En la escuela municipal de Nolan usábamos un mandilón azul como uniforma y en el uniforme llevábamos el nombre bordado. También había que llevar unos vasos de plástico para que nos echaran la leche en polvo durante el recreo. Así mismo daban un trozo de queso americano, pero que por razones que hoy día todavía no comprendo, no nos lo daban a Jacob y a mí. La leche en polvo sí, pero el queso nunca. ¿Qué razón podría ser? ¿Serían mis padres que por no presentar algún papel o documento nos dejaban fuera del queso? ¿Sería que habría que ir a misa y mis padres no iban con la frecuencia que había que ir? ¿Alguna cuota que no se pagaba? ¿Alguna manía de mi madre que no le gustare aquel queso por ser americano y anticomunista y entonces en un arrebato de orgullo no les permitía que nos lo sirvieran? Algo así como: “ese queso os lo metéis por donde os quepa, ¡gochos!” ¿Por qué rayos yo no teníamos opción aquel trozo de queso que todos nuestros compañeros comían? Todavía hoy día me lo pregunto y no acierto con la respuesta. Pues todavía hoy grito: ¡quiero mi parte de queso americano que me negasteis cuando era niño! ¡Dádmelo, canallas! Se trataba del Plan Marshall, o plan de reconstrucción de Europa que por razones de política anticomunista llegó a alcanzar también a la España de Franco. La leche en polvo venía en una especie de lecheras grandes. Nos poníamos a la cola y se iban llenando los vasos con una garcilla. En otra daban el queso y nosotros se nos hacía la boca agua con aquel queso y mirando a los demás cómo lo comían. He de investigar la razón y recuperar mis trozos de queso americano. El caso es que al no recibir ese trozo de queso y tampoco llevar bocadillo pasaba hambre y al llegar a casa comía como una fiera hambrienta. Mi madre se oponía a que comiésemos nada entre comida y comida porque creía que si comíamos algo luego no comíamos en casa como había que comer. ¡Rayos! Quizás fuera eso lo del queso. Quizás mi madre se oponía a que nosotros comiéramos el queso porque luego ella creía que luego no íbamos a comer en casa lo que había que comer. Quizás esa sea la explicación más coherente.

Yo durante un año fui y vine a la escuela solo, quizás porque mi horario era diferente al de Jacob. El recorrido me llevaba un cuarto de hora escaso. Al pasar por la calle de José Blanco tropezaba a veces con los que iban a la escuela Les Caramones. Les Caramones era una escuela particular que regentaban dos hermanas apellidadas Caramón. Algunos amigos míos iban a esa escuela y entre los amigos solíamos cantar: La escuela Les Caramones que comen pan y limones. La escuela el Ayuntamientu que come pan y pimientu. Un día traté de hacer mi pequeño negocio después de la hora de salida de la escuela al medio día. Resulta que mi padre tenía una pequeña colección de monedas, y entre ellas tenía monedas rusas de cobre ya oscurecido, que le había dado un amigo ruso de la Legión años atrás. Mi padre decía que aquellas monedas tenían valor, mucho valor, decía él bromeando. Luego las volvía a envolver en papel de periódico y a poner de vuelta en una caja de madera. Yo, me preguntaba entonces, ¿cómo es que si tienen valor las guarda en esa caja con otras monedas sin valor? Además parecía como no darles importancia y allí se pudrían en la caja aquellas valiosas monedas rusas de cobre. Así que un día elaboré mi plan. Había unas pinturas marca Alpino que me estaban apeteciendo mucho y no conseguía que me las compraran en casa. Las había visto la última vez en una pequeña librería de la Avenida Cárdenas cerca de la Plaza de la Alquería. Las pinturas venían en una caja de cartón a color, con un ciervo alegre trotando por unos prados verdes rodeados de bosques color marrón y negro; y, al fondo, había unas montañas radiantes cubiertas de nieve blanca. Yo estaba obsesionado con aquellas pinturas, pero sabía que en casa no me las iban a comprar de ningún modo. Entonces no era como ahora que cualquier cosa que les apetece a los nenes los padres se lo compran para no frustrarles y contrariarles. Cuando nos apetecía algo había que esperar a Reyes y si no era de necesidad, simplemente aguantarse. Así que una noche fui a la estantería donde estaban las monedas, las cogí tal como estaban envueltas y las puse en mi cartera de cartón que usaba para ir a la escuela. Al salir a las doce fui directamente a la librería y pedí con decisión la caja de pinturas que estaba en el escaparate. Me la dieron, me la envolvieron, y me dijeron el precio, dos cincuenta pesetas. Yo entonces, ceremoniosamente, saqué las monedas rusas y se las di a la librera. Ella se quedó un poco pensativa mirando las monedas y con ojos de enfado me dijo: “Estas monedas son falsas. No valen. Ten— dijo ella al tiempo que me cogía la caja de pinturas—vete para casa y devuelve estas monedas a tus padres.” Yo no sabía qué hacer. La tierra se abría a mis pies. No es posible que esas monedas con tanto valor no sirvan. La situación era embarazosa a más no poder y me fui con una sensación de vergüenza profunda. Puse las monedas en la caja y traté de olvidar el asunto. Pero en un pueblo como Nolan todo el mundo se conoce y mi padre se enteró por la librera. Mi padre, en lugar de reñirme, recurrió al sarcasmo, haciendo ver mi inutilidad por no saber distinguir las monedas falsas de las de valor. Pero yo hubiere preferido más, mucho más, que me hubiere reñido y castigado por lo hecho como una mala acción; como un robo y engaño, más que hacerme sentirme como un inútil sin más culpa que ser tonto. Cosas de la infancia.

En la clase de don Franciano también leíamos en voz alta. Uno de los libros que leíamos era sobre la vida de Jesucristo. Era un libro bien escrito y e interesante. Presentaba los relatos de los evangelios de un modo entretenido y las ilustraciones eran también buenas. La figura de Jesucristo quedó marcada en mi mente más por ese libro que por las misas o predicaciones en la iglesia católica. El Jesucristo de aquel libro era una figura literaria bien tratada, y enfocada con cierta creatividad; capaz de estimular mi imaginación e interés por su persona hasta el presente. No recuerdo el autor, ni el título, ni la editorial. Jacob en ese año iba a tercero con un maestro llamado don Antonio. Don Antonio era un hombre pequeño y delgado que se movía con mucho dinamismo. Parecía una de esas personas con vocación de liderazgo, con capacidad de estimular a los chavales hacia cualquier meta. Al menos así lo percibía yo cuando lo veía en el patio hablando con sus alumnos. Jacob parecía estar contento con él. También leíamos el Quijote con don Franciano, pero no recuerdo más libros de lectura.

AYER PASEÉ POR NOLAN (17). La calle Doradía y la escuela municipal.

Salí de la iglesia y me puse a caminar por la calle Doradía. La calle Doradía es una calle tranquila y elegante y yo creo que siempre lo fue. No sé ahora, pero en mis años de infancia era el escaparate de Nolan. Allí estaba el teatro Rozada, la librería la Escolar, la imprenta la Moderna, casa el Triste; un restaurante al lado de las escuelas que ya no recuerdo su nombre, la emisora del Frente de Juventudes de la Cadena Azul; el mercado ganado que ya empezaba a ser levantado para edificar las viviendas de los Bloques Rojos y el cine Falguera. Yo no conocí el cine Falguera, pues lo acabaron en años posteriores cuando ya vivíamos en Madrid. Había más tiendas, pero ya no me acuerdo de sus nombres. La gente paseaba con gusto por la calle Doradía para luego seguir por la Plaza de la Iglesia, la actual calle de la Indiana o en su lugar la actual Venturo Prodi, y así entrar en la plaza del Ayuntamiento, para más tarde seguir por el parque Adanero. Por lo menos ese era el circuito que seguían mis tías cuando salíamos de paseo cogidos de la mano. En la calle Doradía era fácil ver a fulanito o menganita vestidos de tal o cual manera, con algunos kilos de más o con algún aspecto de sus vidas alterado y por tanto pasaba a ser un motivo más de conversación o cotilleo. En la calle Doradía la vida provinciana gozaba de su mejor esencia y estilo. No era una calle muy larga pero daba mucho de sí. Y en la calle Doradía estaban las escuelas municipales de Nolan.

Empecé a la escuela en el año 1954, recién cumplidos los cuatro años y ya sabiendo leer y casi escribir. Mi madre me había enseñado a leer con una cartilla un poco todos los días, y el hecho de que en casa había libros ayudaba mucho a sentir estímulo por la lectura. Mi padre era de la familia el único que tenía libros en casa. En casa de mis abuelos no había ni un libro. En casa de mis tíos o tías tampoco. No se leía nada, salvo el periódico, quien lo leía. Es triste tener que recordar que la mayoría de la gente no leía un puñetero libro. Lo que ocurría en mi familia debía de ser una tónica general. Todavía hoy día, en el presente, pienso que se lee muy poco en comparación con los países más avanzados. Leer nunca fue una afición española, pero opinar pretendiendo saber de todo, sigue siendo un vicio español muy acusado. El caso es que un día oscuro de septiembre entraba en la clase de párvulos de la escuela municipal de Nolan, pabellón de niños; todavía cogido de la mano de mi madre y sin ninguna gana de soltarme para entrar en aquel mundo desconocido de pupitres de madera, de orden y disciplina, de espacios fríos alumbrados por bombillas con pantalla blanca cuando el cielo se encapotaba para llover, y eso era lo normal en Nolan. Pero tuve que soltarme por la fuerza y con lágrimas y en la pared había un crucifijo y un cuadro de Franco y al otro lado del crucifijo había otro de un señor más joven y de entradas, que luego descubrí se llamaba José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. En la mesa de la señorita, que se llamaba doña Olga, había una hucha de barro con la forma de un negrito africano y una vara de  avellano que le servía de puntero y de ocasional toque de atención cuando la golpeaba sobre la mesa. La “señorita” de párvulos era una señora de unos cincuenta años de aspecto triste y de pocas palabras. Poco interesante ocurrió en mi año de párvulos para verme en la imposibilidad de contar algo. Si recuerdo que se leía en voz alta y que repetíamos todos también a coro la tabla de sumar y luego rezábamos bastante poniéndonos de pie; y, la “señorita” nos contaba cosas sobre las misiones y los santos y los niños pobres de África que necesitaban de nuestra ayuda. A veces había algún chiquillo que metía una perrona en la ranura de la cabeza del negrito. El aula era oscura pues las ventanas daban al patio interior y otra al patio exterior pero que no lograba iluminar bien todo el espacio de aula. Cuando íbamos al váter nos veíamos allí delante de un agujero que apestaba a orines y excrementos añejos, no importaba el mucho agua que se echara tirando de las cuerdas o cadenas de unas cisternas puestas a bastante altura para un niño y que además metían un ruido siniestro cuando soltaban y cargaban. Mi hermano ya llevaba tiempo en la escuela y aquel año empezaba con don Macrino Collada en segundo. Don Macrino era amigo de mi padre y llevaba la biblioteca municipal. Además era esperantista y un hombre culto. Lo recuerdo siempre con sus gafas gruesas y su andar parsimonioso. Nunca tuve la suerte de ir a sus clases de segundo porque antes de eso ocurriera ya nos habíamos ido a vivir a Madrid. A don Macrino lo veríamos muchos años más tarde pasear por las calles de Gijón, hasta que un día me enteré que había muerto ya muy mayor.

El Director era don Ramiro, un señor pequeño de estatura, de pelo blanco, cara más bien ancha y colorada. Llevaba gafas y se movía con bastante nerviosismo. Don Ramiro tenía un carácter colérico y en ocasiones, si nos pillaba haciendo algo prohibido, tal como subirse a una ventana, o decir alguna palabrota, nos atizaba un par de fuertes bofetones en la cara y nos dejaba los papos calientes por un rato. Además usaba la vara de avellano con cierta generosidad. Para ello metía al condenado en su oficina situada a la entrada del pabellón y allí le daba una buena paliza correctiva que le habría de servir de lección extra. Don Ramiro enseñaba cuarto. Al año siguiente empecé primero con don Franciano. Este maestro era un hombre de carácter gris, de unos cuarenta años, tirando a calvo y que además siempre vestía un traje gris, o al menos así lo recuerdo siempre. Contrario a lo que era el aula de párvulos, el aula de primero era muy luminosa. El ocupaba una esquina del edificio y las ventanas daban todas al patio exterior. Don Franciano se paseaba por la clase con su vara de avellano explicándonos las lecciones de la enciclopedia Grado Elemental de la editorial Dalmáu Carles. Cuando nos pillaba desprevenidos nos atizaba un varicazo en la cabeza o en el hombro y seguía. Todas las clases comenzaban, y esto también en párvulos, cantando todos el Cara al Sol y otros himnos del Alzamiento Nacional, seguidos luego con rezos como el Padrenuestro, el Ave María y el Credo. Ello implicaba también el santiguarse con el “porla”, o sea, “por la señal de la santa cruz, ruega por nosotros, etc.” y “en el nombre del Padre.y del Hijo, etc.” Don Franciano tenía la sana costumbre de discriminar en función de quien le hacía favores, tal como traerle una buena vara de avellano cuando la anterior rompía; o, también el privilegio de sentarse cerca de la estufa de leña para aquellos que traían leña de casa. Con don Franciano aprendíamos a sumar, restar, dividir, multiplicar; geometría, historia, etc. Todo ello estaba ya programado en la enciclopedia elemental y la cuestión era seguir el libro. Para escribir usábamos una pizarra que había que rellenar con pizarrines. Los pizarrines podían ser “de piedra” o de “manteca”. Los pizarrines de piedra eran duros y a veces rechinaban produciendo dentera; los pizarrines de “manteca” eran blancos, suaves y sensuales a la hora de escribir. Ocasionalmente escribíamos algo con plumas a las que se adosaba un plumín que mojábamos en los tinteros. Algunos ya tenían alguna estilográfica de tinta azul, pero en esos años todavía no existía el bolígrafo bic. Los tinteros se rellenaban de vez en cuando con una botella de tinta que se guardaba en un armario, pero escribir con tinta era algo excepcional. El lápiz se usaba para la caligrafía. Los había normales y también de tinta; es decir, lápices que al mojarlos con saliva o agua se disolvía la punta en tinta. Eran unos lápices odiosos y poco usados, por suerte.

lunes, 28 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (16). La Iglesia y la Pirenaica

Fui caminando por la calle La Carbonera abajo. Pasé el paso a nivel y vi la nueva plaza de abastos. Luego, unos metros más adelante, estaba la iglesia. Hay una foto de los temparanos años cincuenta, donde sale la familia Maldonado delante de la recién renovada iglesia de Nolan. La foto fue tomada con motivo de la boda de los tíos Alberto y Maribel. Todavía no había nacido alguno de los nietos, pero yo ya estaba allí con tres años. Todos mis tíos son jóvenes y parecen muy alegre. Se puede ver también a Riosa, un buen amigo de Alberto y la familia. La iglesia de Nolan es una imitación de la catedral de San Ponce; y, de hecho, está dedicada a dicho santo patrón. Entré y estaban celebrando una misa. El cura era joven, pero a su lado había un cura más mayor. Habría unas cuarenta personas, casi todas mayores. No se ve juventud en las iglesias católicas españolas; o, si la hay, yo no nunca he visto jóvenes, con la salvedad de algún funeral. Pero en mi infancia la iglesia estaba llena a rebosar los domingos y muchos éramos niños y jóvenes. El cura párroco de Nolan era Don Dámaso. Era un señor alto y de fuerte voz, con cierto carisma entre sus fieles. Solía empezar un canto con voz profunda de monje agustiniano, que decía así: “Parroquia de Nolan, parroquia querida, etc..” A misa teníamos que ir porque si no íbamos, entonces podríamos tener problemas en la escuela con el Director. Habría que dar explicaciones y no era la mejor época para dar este tipo de explicaciones motivadas por problemas de conciencia. O se era católico, o si no se corría el peligro de pasar a ser sospechoso de rojo y la guerra estaba todavía reciente y los falangistas todavía controlaban ciertas esferas de poder y los curas como Don Dámaso sabían todo lo que se cocía en el pueblo y no era conveniente que llegara a saberse lo mucho que se odiaba a la Iglesia en nuestra casa. Así que Jacob y yo íbamos a misa como buenos niños acompañados en algún momento por mi padre o madre, ya no recuerdo, pero más tarde éramos Jacob y yo nada más y mis padres se escaqueaban como ya empezaban a hacer los mayores, sobre todo los hombres, cuando la cosa se fue relajando y el control de la higiene espiritual fue a menos. Pero los niños sufríamos el control de la escuela y entonces había que ir a misa y al catecismo para ser normales y no sufrir ningún tipo de discriminación, ni llamada al orden a mis padres.

Recuerdo las misas largas y aburridas y no entender nada porque estaba todo en latín salvo el sermón de Don Dámaso. Pero había algo que hasta el día de hoy ha persistido en mi psique: la sensación de elevación espiritual en los espacios sagrados. Mientras la ceremonia de la misa se celebraba yo me quedaba mirando el retablo rico en imágenes y escenas sacadas de los evangelios. Había cierta magia en todo aquello, en el sagrario, en la copa dorada, en el ritual, en la liturgia; en los cánticos; pero también había rechazo por las connotaciones que todo ello tenía en su relación con el poder, con los falangistas, con los uniformes militares, con Franco. Yo vivía la religión con una intensa dicotomía. Por un lado mi temperamento era religioso, pero por otro, yo era hijo de ese pueblo vencido, de esa cuenca minera doblegada por la guerra y la represión. Quizás ese fuera un sentimiento generalizado en todos los chiquillos de las cuencas mineras asturianas y en la mayoría de la gente. Por un lado la oficialidad de un régimen impuesto a sangre y fuego; y, por otro los sentimientos de odio y resentimiento de un pueblo que seguía recordando y viviendo las epopeyas de un pasado todavía reciente, con sus héroes y mártires, con sus batallas; algunas ganadas temporalmente, y, las demás, perdidas en forma de fusilamientos masivos, torturas y cárcel.

En la escuela recibíamos una versión oficial de las cosas, pero en casa recibíamos la otra versión: la versión de los vencidos, de los que no creían en la Iglesia ni en Dios; de los que veían a la Unión Soviética como baluarte del comunismo y la garantía de nuestro futuro socialismo. En mi casa se oía la Pirenaica con veneración, como si fuese un culto religioso. Mi abuelo Isaac escuchaba la Pirenaica metiendo la oreja por la radio y así lo hacían cientos y quizás miles de personas en Nolan. Luego, al día siguiente o los fines de semana, se comentaban las noticias de “la Pire” con un sentido de oculta religiosidad, de mesianismo reprimido; de esperanza de futuro en “los nuestros”. En la Cuenca del Nalón la alternativa a Franco no era la democracia liberal. No existía tal tradición en Nolan. Lo nuestro era la letra de la Internacional; himno wagneriano de futuro y esperanza. Y eso ya lo vivíamos de pequeños de manera soterrada y clandestina. Pero había ese algo en la religión cristiana que me llamaba la atención y me sigue llamando. Algo en aquellas lecturas de historia sagrada que hacíamos en la escuela sobre la vida de Caín y Abel, de Abraham, de Moisés, de David y Goliat; y más tarde de Jesucristo. Luego el Diluvio Universal y Noé. Eran lecturas sobre leyendas imperecederas de hombres que se tomaban la vida muy en serio y con mucho valor en el nombre de Dios. Me gustaban aquellas historias.

Karmo, mi tío segundo, hijo de Marta; era catequista de la iglesia. Jacob y yo íbamos al catecismo, pero yo no me acuerdo mucho del catecismo quizás porque dejamos de ir al cabo de un tiempo, tan solo sé que había rifas y se hacían excursiones. Una excursión del catecismo fue a Laviana para bañarse en el puente de la Chalana y fue Jacob con ellos en el tren de Langreo. Era un mes de verano y mi madre le preparó un bocadillo de tortilla con chorizo, lo envolvió con papeles de periódico y lo metió en una caja de zapatos.junto con fruta y una servilleta. Recuerdo que hacia las cinco de la tarde llegaron rumores de que alguien se había ahogado en la Chalana y mi madre salió a esperar a Jacob a la calle y en la calle de la Carbonera se comentaba el incidente con cierto miedo. ¿Quién sería? ¿Cuándo llegarán los del catecismo? Sé que fue una espera larga hasta que llegó Jacob sano y salvo después de haber pasado un buen día en Laviana, en el puente de la Chalana.

AYER PASEÉ POR NOLAN (15) Los comercios, las tiendas y el güelo Isaac.

En frente de casa mis güelos de La Alquería estaban los comercios de Carita y Marina. La tienda de Carita hacía esquina entre la Avenida Cárdenas y la actual calle de Juan Perales. La de Marina estaba un poco más allá, en la Avenida Cárdenas en dirección a Ciaca. Allí compraba mi abuela Maite los bizcochos, las tabletas de chocolate de La Cibeles y el pan bregado para mi abuelo Isaac. Marina era una mujer alta de unos cincuenta años de edad, de carácter tranquilo y sosegado y siempre con su mandilón de raso negro brillante. Carita era más o menos de la misma edad, pero más nerviosa, más habladora y dicharachera. Recuerdo que en aquel tiempo los comercios de ultramarinos apuntaban las compras a débito en una libreta de pastas de cartón adornadas con un impreciso diseño de tinta azul oscura con chispas o salpicados en blanco. Los bordes eran rojos. Allí apuntaban la comprar que luego se pagaba, no recuerdo bien, si semanalmente o mensualmente o de acuerdo a las posibilidades del momento. Las tenderas o tenderos de antes eran personas de confianza en los barrios y solían ser muy flexibles con el crédito, sobre todo en épocas de huelgas o alguna penuria familiar. Las tiendas o comercios eran como instituciones del barrio y allí se parlamentaba de todo: quién había muerto, quién estaba enfermo, qué mozo salía con qué moza; y, en general todo lo que pasaba en el pueblo y en el mundo con cierta discreción en política local o nacional. En La Bancada había una tendera que se llamaba Pepa, cuya tienda hacía esquina entre las calles de La Bancada y Numés Cardoso, y bien recuerdo que la fachada de dicha tienda estaba sin acabar, ya que faltaba la capa de cemento y pintura y entonces se veía la fachada desnuda con los ladrillos en vivo. Cuando íbamos a La Bancada a visitar a mis güelos, los padres de mi padre, a veces parábamos en la tienda de Pepa a comprar alguna cosa o simplemente a hablar. Entonces Pepa que era una mujer viuda a quien habían matado el marido durante la Guerra Civil por ser rojo, cerraba la puerta de la tienda con cerradura y con las manos gesticulantes y el rostro tenso, profería las mayores blasfemias e insultos contra Franco y el Régimen y los fascistas y falangistas. Pepa ponía a mis padres al día sobre todo lo que estaba ocurriendo políticamente contra Franco y las represiones que estaban ocurriendo en tal sitio y el otro. Luego abría la tienda y allí no había pasado nada.

Cuando mi madre y mis tías nos llevaban a pasear los lunes solían visitar las tiendas de ropa más importantes de Nolan, en ese tiempo, Casa Escudal y Almacenes Mapache. En almacenes Mapache fue la primera vez que monté en un ascensor y me pareció un viaje sorprendente. Por lo general estas visitas y paseos nos resultaban a los chiquillos aburridas y a veces insoportables, añadido a esto que nuestras madres no nos soltaban de la mano bajo pena de un “mochicón” o un pescozón en la cabeza, cosa que ocurría con frecuencia al intentar soltarnos para ir a nuestro aire aunque fuese en la tienda. En aquella época no era nada bien visto que los chiquillos estuviesen sueltos en cualquier sitio cerrado donde había público. Cualquier travesura o descuido conllevaba una severa crítica a los padres por no saber imponer respeto a sus hijos. Solían dejarnos jugar en el parque Doradía y comprarnos un helado cuando hacía buen tiempo. Nos entusiasmaba ir a ver a los patos, los peces y las palomas. Luego corríamos lo que podíamos jugando a uno y otro. Y más tarde vuelta a casa de la güela de La Alquería a cenar. A mi abuelo Isaac le teníamos mucho respeto. Mi abuelo por lo general no tenía que intervenir para nada en caso de que algún nieto se saliera de la norma metiendo más ruido de la cuenta o cogiendo algo que estaba prohibido, en especial las herramientas o la bici negra Orbea que guardaba en el cuarto de trabajo, que era una habitación contigua a la sala con una puerta a la calle siempre cerrada, y donde había un cuartucho o cabina de madera con pintura impermeable gris, que era la ducha. La ducha en sí era una manguera de color ocre con una cebolleta que se colgaba de un gancho y echaba agua fría. Las duchas eran siempre frías. Colgado también al lado de la ducha estaba la jarra de loza blanca de dar lavativas. Era muy normal dar lavativas en esa época cuando había algún problema de tripas y por alguna razón terapéutica o de costumbre nos daban aquellas incómodas lavativas que nos licuaban el cuerpo y dejaban una sensación de vacío corporal debilitante.

Si mi abuelo por alguna razón intervenía al vernos mover los pedales de la bici o por haber cogido un bote de algo, nos daba un fuerte azote en el culo que nos dejaba temblando. El respeto al abuelo era absoluto e incuestionable y él no tenía porque dar explicaciones a nadie ya que siempre se entendía que la razón estaba de su parte y la razón o los motivos del abuelo no se discutían. No obstante era muy raro que el güelo Isaac nos pegara. Tenía momentos en que nos solía contar algún cuento o cantar aquella canción de “Alaza p’arriba Poli-chi-nela, alza acatapún, acatapún, catapún; como los muñecos en el pim, pam, pum." En ocasiones y, cuandosolía surgir alguna conversación política, solía repetir: "El Rey era masón" frase inteligible muchos años atrás.Isaac el gúelo solía llevar consigo un bote de aluminio donde metía el bicarbonato, pues padecía una úlcera de estómago crónica desde su juventud cuando había emigrado a Cuba con un tío. De resultas de la forma de comer en Cuba, según nos decían, había cogido aquella irritante úlcera que posiblemente fuese una razón de su carácter reservado, callado, sufrido y de la diaria ración de pan bregado. El abuelo solía vestir su cuerpo delgado y enjuto con un traje gris o azul oscuro de pantalones muy anchos. Su piel era morena y dura como el cuero. La nariz aguileña, los ojos brillantes, la boina calada; y, bajo la nariz, un bigote justamente poblado.

domingo, 27 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (14) Los Maldonado y más sobre La Alquería.

La familia Maldonado la formaban mis abuelos Isaac y Maite. Ramón provenía de una familia de pescadores de Ribadesella y Maite de una familia vasca de clase media relacionada con el mundo del ferrocarril del Norte, venida a menos. En la familia siempre se comentaba esa venida a menos de los Maldonado, debido a no se sabía exactamente qué chanchullos financieros había habido entre nuestro bisabuelo o tatarabuelo y el fundador de un banco importante en Asturias. El tatarabuelo o bisabuelo o los dos, que bien no recuerdo, habían venido de Marquina, Vizcaya, y en calidad de socio capitalista y contratista de obra comenzaron las obras de paso del tren del Norte a Asturias con los túneles del Pajares. Pero algo salió mal en el aspecto financiero y, rumores había, que la vida pendenciera de alguno de ellos también habría influido en ello; no sé si el tatarabuelo o el abuelo o los dos en sus respectivas épocas, pues todo había quedado tapado en un tupido velo de confusa memoria familiar que hasta hoy día me cuesta descifrar. La vida de Isaac en Ribadesella quedaba también tapada por su silencio y discreción más que por sus aventuras financieras, aunque eran propietarios de una barca de pesca y de oscuros e imprecisos orígenes que se pierden en la historia hoy día relatada en el paseo de la desembocadura del Sella en Ribadesella, precisamente el lugar donde parece ser estaba la casa de los bisabuelos. Por esa concatenación de factores imprecisos y aleatorios de la vida, junto con las contingencias propias de la historia en todas sus dimensiones macrocósmicas y microcósmicas, Isaac y Maite habían formado una familia y fruto, en parte, de esa familia y su extensión era yo.

Fue en la casa de La Alquilería donde había nacido y recuerdo la casona medio oscura con su gran cocina que daba a un patio de luces estrecho y medio iluminado. Había tres habitaciones, una de ellas ocupada por un tiempo por Alberto y Marible antes de encontrar casa en frente de la misma calle. En esa habitación era donde las hijas daban a luz, para luego volver a sus respectivas casas con los retoños. Uno de ellos fui yo. El techo estaba sostenido por grandes vigas de madera y de las vigas colgaban las esas bombillas de 40 vatios que alumbraban como luciérnagas, sostenidas por unos cables blancos entrelazados como cuerda. Para encenderlas se utilizaban las llamadas “tarabicas” o especie de mando de madera en forma de pajarita o tarabica que se giraban para su encendido y apagado. Había así mismo entre la cocina y la sala de estar de suelo de cemento. un añadido de tabiques de madera que resultó en la tercera habitación utilizada por mis abuelos. Pero como el techo de la casa era bastante alto, los tabiques no alcanzaban el techo y actuaban como biombos de separación más que como tabiques. De esa habitación recuerdo cuando mi abuelo estaba enfermo y venía el practicante, un hombre de confianza llamado creo que Pablo, de quien recuerdo su fisionomía, aunque tan ténuamente que se me borra a la hora de querer describirlo. Diría que este hombre vestía un traje gris y tendría unos cuarenta y tantos años, más bien pequeño, cara redonda, entradas y bigote. Recuerdo cuando todos los primos nos juntábamos a cenar las patatas fritas con huevo que preparaban mi abuela y las tías en grandes cantidades, y el chocolate con bizcochos servido en tazones. Todo ello entraba con ganas después de una tarde jugando en el parque Adanero, o paseando con nuestras madres, no nuestros padres que desaparecían a su aire. Lucía padecía de la vista y llevaba gafas desde muy temprano y su madre Natalia padecía de anemia y las dos tenían que tomar calcio en unas botellas que luego yo veía vacías con sus etiquetas azules encima del aparador color ocre donde se metían los platos. Las reuniones familiares se prolongaban hasta el oscurecer y luego, una vez cenados todos, nos íbamos de vuelta para casa andando o en los autobuses respectivos.

A la derecha de casa mi abuela en una casa vieja de dos plantas, planta baja y primer piso, vivían una tal Eugenia y su hija Consuelo. Tenían un hijo que se llamaba Juani. Eugenia y su hija tenían la cara redonda, el mentón algo prominente y sonriente. La hija era rubia, algo rellenita y de ojos azules. Juani era bastante travieso y una vez, no sé por qué razón, jugando al balón en la acera el balón se fue a la calle, o sea, la Avenida Cárdenas; la más transitada de Nolan con sus camiones carboneros Lancia roncando en una u otra dirección, los autobuses de Langreo en constantes idas y venidas, los pocos cuatro-cuatros, citroens, o simcas que circulaban e incluso los carros cargados con carbón o con pan, con caballos que chocaban sus cerraduras contra los adoquines y hacían ese sonido tan compacto y seguido de clic-clac y clic-clac. Enfin, el caso es que el balón de Juani fue a dar a la carretera y algún coche pasó silbando cerca del balón y el balón allí en la carretera y otro coche y un autobús casi lo pilla y lo espachurra, hasta que de pronto vimos al padre de Juani, un señor bajo y fuerte, que andaba por allí cerca o mirando desde casa, ir a por el balón todo nervioso y una vez en la acera nos dimos cuenta que estaba todo descompuesto, salido de sí; todo histérico y con síntomas de llegar al pánico; y, sin más, cogió el corrión y empezó a zurrar a Juani y a chillar que aquello no iba a ocurrir más y zaca y zaca con el corrión, hasta que entraron en casa. Yo quedé un tanto aterrorizado. Había cosas que cuando las hacían los mayores me impresionaban, porque los mayores normalmente, y, a la vista de los chiquillos, eran siempre formales. Verlos en ese estado de descomposición emocional me producía vértigo.

Pero por la Avenida Cárdenas también pasaban de vez en cuando los funerales con caja de muerto sujeta por cuatro hombres en dirección al cementerio o la iglesia. Aquellas procesiones me imponían un temor indecible, una gravedad inexplicable que tenía que ver con la muerte y la muerte era algo que pertenecía a un mundo de terrible tristeza con el cura y los monaguillos portando velas en lo alto de unas pértigas y también cruces plateadas. El ataúd llevaba un pesado crucifijo adosado en la tapa. Luego, el cortejo, llevaban las flores y las  coronas. Y yo, sabiendo que el muerto estaba allí dentro en esa caja negra, y que eso pasaba sobre todo a las personas viejas que ya vestían de negro de forma permanente, o como Covadonga que ya tenían el moño prendido también para siempre con pinzas de pelo; o como Olivia, la vecina que vivía en el sótano y que entraba a su casa por una puerta muy estrecha y vivía sola con más años que Matusalén a juzgar por su cara tan arrugada y su moño y sus andares encorvados y su falda larga de tela dura como el hule; pues todo esto me dejaba entristecido por unas horas. Olivia además hablaba con la voz temblorosa y nos miraba con unos lacrimosos ojos brillantes que a mi me aterraban, pues era una mirada mezcla de hostilidad y oscuridad. La teníamos miedo, y cuando alguna vez dejaba la puerta entreabierta, intentábamos bajar las escaleras estrechas en dirección al sótano para ver dónde vivía, pero todo estaba oscuro y el miedo nos hacía desistir. Un olor típico de casa mi abuela y de las casas vecinas y del patio interior al que daba la cocina de mi abuela era el olor a jabón fuerte y a lejía. Es un olor que todavía percibo en estos momentos cuando escribo.

AYER PASEÉ POR NOLAN (13) Mi padre y la casa de La Alquería de nuevo.

En casa se siguieron usando los aperos de la Legión que había traído mi padre en algún año de los mediados de los 40. Usábamos las mantas con los distintivos y reseñas del cuerpo militar o compañía; también las tazas y platos de aluminio, había un zurrón de cuero que todavía se usaba para meter herramientas o cosas; y, así mismo los correajes y cinturones estuvieron rodando por casa durante años. Mi padre nos hablaba de África, de Ceuta, de Tetuan, de Larache y había postales de algunos de estos sitios. Nos contaba algunas anécdotas de la Legión pero solo recuerdo que una vez durante una marcha a un pueblo, se le ocurrió beber agua de una fuente y cogió el paludismo. Por la noche muchas veces se ponía a escribir las crónicas a La Voz de la Región, ya que era el corresponsal de Nolan; pero también escribía poesía de la mina y monólogos en bable. Lo solía hacer bastante tarde metido allí en la cocina oscura con la máquina Underwood de dos teclados a los que había que aporrear con fuerza y el ruido que metían llegaba hasta la habitación donde dormíamos después de cruzar el pasillo abierto al cosmos. A veces me levantaba y lo veía tras los cristales fumando y aporreando las crónicas por las que era muy conocido y apreciado en Nolan. Quizás también era su sociabilidad y sensibilidad por los problemas colectivos. La imaginación de mi padre era más enfocada a el mundo, al exterior, a los viajes, la política, la historia reciente, etc. La de mi madre era diferente. Era más enfocada al interior, a la familia, a la curiosidad por la reflexión de lo que veía. Mi madre era muy observadora. Era más introspectiva que mi padre, menos sociable y más desconfiada con el mundo. Bien es verdad que ser mujer en aquella época limitaba muchas cosas. En la vida provinciana de entonces ser mujer iba ligado a la condición de madre, de integración a una familia en toda regla; y, poco más. La vida de trabajo, la vida social activa pertenecía al hombre. Las mujeres no fumaban en público, ni salían solas a pasear o a tomar un café. Solían salir en grupo o en familia. La primera vez que se vio a una mujer conducir un coche en Nolan fue todo un acontecimiento que se comentó durante días. Muchas conversaciones entre mujeres se referían a criticar a aquellas “tarascas” que se salían de la norma y se las despellejaba vivas. Cualquier escándalo, cualquier amorío ilegal, cualquier desliz inmoral sufría la crítica correctiva social adecuada por parte de las mismas mujeres en sus grupos de cotilleo vecinal o las reuniones familiares. El filósofo conservador inglés Carlyle se hubiera sentido muy a gusto en una sociedad así, ya que según él, el prejuicio y el control social basado en la decencia moral son los mejores guardianes de una sociedad estable y equilibrada. Quizás.

No obstante la mujer asturiana tenía un poder importante dentro de la familia. El centro familiar era siempre la casa de la abuela materna y allí se congregaban una vez a la semana toda la familia. Se hacía los lunes en casa de mi abuela Maite, o la güelita de La Alquería. Allí nos juntábamos todos los primos, tíos y tías que venían de sitios como El Solmero, Santa Clara o Atilania en autobús. Estaban las tías Natalia que venía de El Solmero con Lucía y posteriormente Diana. Su marido era Paco, empleado en el Ayuntamiento de Solmero y ex-combatiente de la División Azul. Luego venían Jesusa, Benjamín y el primo Felipe de Santa Clara. Benjamín era zapatero y más tarde obrero en los Talleres de Santa Clara hasta que perdió un ojo en un accidente de trabajo. También venían Amalia y Nino de Atilania con los primos Julio, Mariela y Cristian. Más tarde fueron viniendo más hijos, pero nosotros ya vivíamos en Madrid. Nino era minero en no recuerdo que pozo. Hasta el año 54 también se juntaban Norma y Paco con la prima Isabel. Luego emigraron a la Argentina. Enfrente de casa de la abuela vivían Alberto y Maribel con el pequeño Toni. Alberto era carpintero en El Nitrógeno, lo mismo que su padre, el abuelo Isaac. Y los dos eran trompetistas en la Banda Municipal de Nolan dirigida por Pedrosa. Alberto y Maribel posteriormente se fueron a vivir al Natahoyo en Gijón. Otro trompetista era el tío Néstor, quien también por graves desavenencias con su mujer se había liado el petate a Brasil, para luego establecerse definitivamente en la Argentina. Luego estábamos nosotros Joaquín y Ofelia con Jacob y Nesal todavía de la mano. En definitiva el clan de los Maladonado era dominio exclusivo de las mujeres. Ellas mandaban en todo lo relacionado con la manera de vestir, con la forma d educar, con la definición de lo que era moralmente o socialmente correcto. Los hombres en ese terreno no tenían nada que decir y si se atrevían a decir algo eran silenciados con rigor. Los hombres eran válidos de puertas para afuera y en la vida social; pero dentro, en casa, era la mujer quien tenía la voz y el mando absoluto.

sábado, 26 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (12) ¿Dónde vive Nesal? y otras cosas.

Hay una foto por algún álbum familiar en la que se me ve montado en un triciclo de madera y ruedas de llanta de hierro con radios muy sencillos y a mi lado y de pie está Jacob con cara de amargura porque quizás él quería montar en el triciclo y no era posible. La escena tiene lugar en la terraza de la casa y se ve la barandilla de esta y yo parezco estar muy contento. Mi padre Joaquín está sacando la foto con una máquina negra que usa con mucha frecuencia. No me acuerdo de la marca, pero esta máquina obra en el patrimonio familiar. En esa terraza y en un caseto que había al fondo el mencionado Prendes ahumaba los chorizos y las morcillas. Mi padre decía que era algo afeminado, un manflorita, decía. Creo que había otra puerta que comunicaba con la parte arriba del caserón antiguo ya mencionado y donde Prendes tenía más cosas. Pero Prendes murió en un famoso accidente de tráfico cuando en 1954 un autocar que hacía la línea Nolan-Gijón de la empresa Arrojo se cayó por un barranco bajando el alto de La Madera a la altura de Llantones en una curva cerrada. Murieron varios y entre ellos Prendes. Por lo tanto ya no hubo más ahumado de chorizos y morcillas en la terraza y el rincón se entristeció en el silencio de la inactividad. Mi padre se ponía a veces en la terraza a reparar zapatos algún domingo por la mañana o día de fiesta, pues recuerdo esa actividad por la mañana en ambiente dominguero o festivo. Mi padre tenía un carácter jovial y sociable y siempre nos contaba alguna cosa sobre el batallón de trabajadores o la cuando estaba en la Legión o cuando la guerra civil o cuando era pequeño en la Morquina o Pan Roxu o la Cuesta el Caramal. Otras veces se ponía a grabar los anillos que le reservaban los las relojerías de Cormas o la de Ramón Martínez y su hermano Salomón que también era agente de seguros La Previsora Asturiana. A mi esas cosas que hacía me parecían obras muy difíciles.

La terraza era mi disimulada puerta de entrada a la casa-cueva en lugar de utilizar la rampa de tierra que bajaba a la entrada oficial de la vivienda que era como la entrada a un lóbrego y oscuro túnel. Entonces cuando ya había empezado la escuela, a menudo volvía a casa con algún amigo del barrio; pero mientras ellos vivían en casas normales yo tenía que sufrir la vergüenza de vivir en aquel sótano-cueva. Complicaba además las cosas el hecho de que la puerta desvencijada de la izquierda, colindante con la puerta del túnel era la entrada a la cuadra del macho. Los olores a estiércol y a animal enturbiaban más la dignidad y la decencia de lo que tenía que haber sido una casa también normal como la de los demás. Entonces para evitar ese amargo trago cuando venía con algún amigo lo que hacía era entrar por la portilla verde de la terraza, y luego bajaba por las escaleras de la misma bajo cuyo espacio angular estaba el oscuro y frío retrete. Y al final iba a dar al espacio de cueva o sótano o túnel encalado y con dos ventanucos al exterior además de la losa de piedra que tapaba el pozo negro o séptico. Pero algún chiquillo me preguntaba que dónde vivía, pues hasta donde llegaba la vista humana no se veía más cosa que la caseta de ahumar chorizos del fallecido Prendes allá al fondo y alargando el cuerpo para tratar de ver lo más posible. Dónde vivía Nesal debía de ser un misterio para más de uno porque estaba claro que aquello no era sitio donde podía vivir gente y me preguntaban dónde narices vivía yo. Yo solo acertaba a decir “Allá, allá” y lo único que los chavalinos veían era que yo desaparecía escaleras abajo, quizás hacia algún subterráneo o cueva. Mi madre me decía que éramos pobres, pero yo asociaba la pobreza con vestir harapos, con pasar hambre, con pedir limosna en la calle. Nosotros en ese aspecto éramos como los demás del barrio y compañeros de escuela, pero vivir en una cueva era algo que a medida que iba creciendo y siendo más consciente de las cosas, no entendía. Sentía complejo ante los demás, aunque todo ello no tardó en cambiar una vez mi padre encontró trabajo en Madrid y entonces ya empezamos a vivir como la gente normal con grifos de agua fría y caliente, con ducha, con habitaciones con ventanas, etc.

Desde los ventanucos de la cueva a veces mi madre nos llamaba para comer o cenar o mandarnos a un recado y siempre recuerdo la voz en alto de mi madre llamándonos “Nesalín, Jacobín, Nesalín, Jacobín; venir a comer”; y, era normal dar voces para llamar a los chiquillos. A qué jugábamos es algo que no recuerdo muy bien. Sé que teníamos un aro metálico que se rodaba con un gancho y hacíamos carreras por la calle. También nos columpiábamos en los postes de la luz del solar trasero mirando a la vía del trole. Una vez un chaval trajo un saco de gatos cachorros y comenzó a ahogarlos en el riuco atándoles piedras al cuello. Ver aquellos animales tratando de sacar la cabeza del agua era algo que me produjo angustia por bastante tiempo. Pero un año los reyes trajeron un ajedrez para Jacob con fichas de madera metidas en un estuche. Pronto aprendimos a jugar y echábamos largas partidas que de vez en cuando acababan en mal perder. Entonces acabábamos pegándonos, hasta que un día mi madre ya cansada de aquellas rabietas cogió el tablero y lo rompió en la cabeza de uno de nosotros. Más tarde volvimos a jugar con un tablero cubierto con cristal. Alternábamos el ajedrez con el parchís y la oca y mi madre solía jugar con nosotros. Otra vez, siendo todavía muy crío recuerdo haber hecho los dos una especie de avión con una caja de madera y una piedra grande con hilos que era el motor. Luego pusimos algún bote como manómetro y un banquín pequeño para sentarnos. Debajo del banquín había una lata de aceite vacía de aceite Musa que hacía de depósito de gasolina. El invento resultó un éxito y yo estaba entusiasmado con nuestro avión que aunque no volaba la imaginación lo hacía volar lo más alto posible por todo el mundo.

AYER PASEÉ POR NOLAN (11) Hacer recados y alguna pesadilla más.

Volví a contemplar la casa-cueva o la cuevona desde la calle La Carbonera después de recorrer las callejuelas del barrio y la orilla del riuco. Miré hacia abajo hacia el paso a nivel de la Renfe y me acordé de la frase que usaba la gente de La Carbonera: bajar a Nolan, ir a Nolan. Una vez mis padres bajaron a Nolan con mi hermano Jacob a hacer un recado. ‘Hacer un recado’ era una frase muy usada también por los mayores cuando tenían que ir a un sitio indefinido o dar una disculpa para acabar una conversación intrascendente. También se nos decía a los chiquillos cuando uno de los padres se iba de casa a hacer algo. Así fue que una tarde quizás de otoño, pues ya oscurecía más bien pronto, y aunque todavía no hacía frío sin embargo ya estaba el tiempo fresco; pues mis padres se fueron a hacer un recado con Jacob de la mano y yo había quedado en la cama durmiendo. Fue entonces en aquel anochecer cuando de repente desperté y no vi a nadie. No estaba nadie. Ni mis padres, ni Jacob. Estaba todo oscuro y ¡estaba solo! Salí entonces al pasillo de cielo abierto y empecé a llorar de pánico: el cielo oscuro y las sombras me envolvían en forma de un miedo visceral que me hacía sudar de terror. La puerta de entrada al pasillo estaba cerrada con llave y también la oscura cocina estaba cerrada. Debí de gritar muy fuerte porque al poco tiempo desde las ventanas de la primera planta de la casa que daban al pasillo, sentí la voz de Olga que me llamaba y me decía: “No llores fiyín, tus padres se fueron a hacer un recado y vienen en seguida.¨ Pero yo seguía llorando y llorando sin consuelo alguno hasta que pasado un tiempo largo mis padres y mi hermano hicieron acto de presencia y las luces volvieron a encenderse y mi madre me calmaba y todo había sido como una mala pesadilla a los tres o cuatro años, pero fue una pesadilla de la que todavía me acuerdo con todo detalle. Fue un sentimiento de casi absoluto abandono en un mundo de soledad cósmica. Quizás mi peor experiencia de lo que es vivir esa soledad inhóspita de un mundo que puede llegar a ser totalmente indiferente a la vida humana.

Recuerdo también los días que Jacob y yo caímos enfermos de la llamada viruela loca y el cuerpo se nos llenó de postillas y la fiebre subía con delirio y entonces soñé una vez que mis tíos Luis y Miguel venían a visitarnos un día soleado y Miguel tenía el cuerpo en forma de coche de choque que se deslizaba por el pasillo y su cabeza pelirroja era como la de un cabezudo de las fiestas de San Ponce. Y también el día que mi padre quemó viva una rata que ya hacía tiempo merodeaba por la casa y alguna vez había entrado en la habitación. Fue una mañana de un día festivo al despertarme cuando de repente vi a mi padre con una escoba persiguiendo al peludo y torpe animal que daba chillidos de pavor y al final, al verse arrinconado, se metió por un agujero que había debajo del bañal o pilón. Pero aquel agujero no tenía más que una salida y así fue como la rata quedó allí aprisionada dando chillidos bajo la tubería, y entonces mi padre sin dudarlo, enrolló hojas de periódico con un chorro de gasolina y prendió fuego al papel poniéndolo rápidamente en el agujero y la rata fue muriendo dando los mayores chillidos de agonía que jamás escuché en un animal o persona. Todavía me viene a la mente aquel drama matutino de un día gris en la casa-cueva hoy día tapada por un muro.

¿A dónde iban mis padres cuando hacían un recado? Mi madre solía ir a comprar a casa María o a la plaza de abastos y eso solía ser por la mañana. Cuando aun no había empezado la escuela me llevaba consigo y recuerdo bien el bolso del dinero que se abría como en forma de pinza con dos bolitas metálicas que se aprisionaban y quedaban trabadas. A mi me gustaba abrir y cerrar ese bolso de piel ya muy gastada. Mi padre solía recoger encargos para grabar en la relojería de Cormas en la plaza La Alquería y solía ser por la tarde. Pasábamos por lo que entonces había sido el mercado ganado y que al final de nuestra estancia en Nolan antes de ir a vivir a Madrid, quedaba en obras para construir lo que luego sería el cine Felguer y las viviendas de  los Bloques Rojos. Quizás la obra de más impacto urbanístico modernista de Nolan en aquellos años. Recorríamos parte de la calle Doradía, pasábamos por la parada del autocar que iba a La Ponte: un autocar azul y blanco más bien pequeño con escaleras en la parte trasera que subían al techo, donde había algún asiento de madera y barandillas protectoras para impedir que se cayera la carga o equipaje. Bajo la escalera iba la rueda de repuesto colgada. El autocar tenía el morro alargado de perro típico de los autobuses de la época. Luego, ya entrados en la plaza de La Alquería había una especie de tienda de aperos de labranza, material de trabajo y ferretería que quizás se llamare Cantalaroca, pero no estoy seguro porque Cantalaroca tenía una ferretería cerca de la antigua plaza de abastos. O quizás fueran las dos de Cantalaroca. Pues al lado mismo de esa tienda estaba la relojería Cormas regentada por un matrimonio del cual recuerdo bien a la mujer algo alta con gafas y de cuerpo muy femenino con piernas más bien rellenas pero bien proporcionadas. Los Cormas ya tenían allí preparados los anillos o las placas que mi padre habría de grabar en horas libres.

AYER PASEÉ POR NOLAN (10) De la barriada del Palomar al origen del pensamiento.

Después de ver un poco la panorámica del barrio de La Carbonera desde el camino de la Foriata me dirigí a la barriada del Palomar por el mismo camino. Es curioso que esta barriada solo la conocía desde fuera, nunca desde dentro. Ahora la veo de cerca y, situándome en el contexto de los primeros años cincuenta cuando todavía era una barriada nueva, vivir allí; no cabe duda, era muchísimo más digno e higiénico que vivir en sitios como la casa-cueva. La barriada vista ahora, tiene pinta de haber sido renovada, como lo fueros todas estas barriadas de Langreo, a juzgar por las fachadas de ladrillo rojo. Es curioso que se eligiera ese sitio con tanta pendiente y en ese rincón del valle del riuco de la Casería Nueva para construir esta barriada, pero el Valle de Langreo es también estrecho; y ya desde hace muchos años, sin apenas un solar donde poder construir o ensanchar. Por lo demás los años de autarquía económica del franquismo  hizo necesaria la importación de muchas personas de fuera de Asturias para trabajar en las fábricas y minas, y de ahí, la necesidad de construir barriadas como la del Palomar no importaba dónde había que construirlas con tal de solucionar el problema acuciante de la vivienda. ¿Por qué no nos había tocado una vivienda de aquellas? Nunca lo supe y nunca pregunté a mi ya difunto padre sobre ello.

Seguí bajando hasta llegar a la calle del mismo nombre y luego llegar de nuevo a la calle La Carbonera. Las casas al lado de las dos calles permanecen igual que cuando era pequeño. Las puedo reconocer. Allí estaba el mismo bar que está ahora. En ese otro edificio pequeño gris que hace esquina estaba la peluquería de Pepe que era de Arriondas y tenía gafas y cara despistado. La misma tienda allí en frente y las mismas callejuelas pero con casas de épocas más recientes. Me acuerdo de algunos nombres de chiquillos del barrio como José Ángel que era buen amigo de mi hermano Jacob y yo, y era el hijo de un músico de la banda municipal de Nolan apellidado Junco y que concocía a mi abuelo ramón y a mis tíos Alberto y Néstor. Luego estaba un tal Alfredo, hijo de un guardia municipal, a quien también llamábamos “el cazurru”. Estaba también un tal Cábanas, pero este chiquillo tenía más relación con los muchachos de la edad de Jacob que conmigo. Estaba la nieta de Olga que se llamaba Natii y jugaba a veces conmigo. Luego había gente que bajaba y subían de la barriada, los barrios y aldeas de alrededor, que al pasar por La Carbonera se daban a conocer de una manera u otra. Estaba un tal Victorino, otro que se llamaba Armando, y también un tal Villalar. Algunos de ellos bajaban y subían con un carro de mano para llevar cosas que no recuerdo, o el carro iba a veces atado al sillín de una bici. Algunos chavales vestían de mono o pantalones azul marino y hablaban en voz alta cuando pasaban y en ocasiones se metían con nosotros los más pequeños de la zona. Más abajo, entre el puente elevado por donde pasaba el trole (hoy día desaparecidos el puente y el trole), y el paso a nivel de la Renfe; vivían familias gitanas con cierto arraigo en la zona. Uno de ellos se llamaba Suso, tenía unos treinta y tantos años de edad y vestía un traje marrón a rayas. Llevaba un cayado siempre colgado del brazo derecho y su mirada era de hombre bueno. También circularon durante un tiempo unos carros de recogida de basura que funcionaban con pilas. Eran pequeños y estrechos y me llamaba mucho la atención el sonido silencioso y la modernidad de los aparatos. Pero por alguna razón no funcionaron mucho tiempo. Fueron sustituidos por camionetas de gas oil.

Un día de verano, cuando todavía no había empezado a ir a la escuela, es decir con cerca de cuatro años o cuatro años recién cumplidos; en un día laboral cuando todo el mundo trabajaba o estaba en la escuela, salí a dar una vuelta a mi aire por el barrio. Era una mañana soleada de verano o primavera y fui caminando hacia el ríuco más allá del lavadero, hasta llegar a una caseta centralilla de la Ercoa. La Ercoa era la empresa de electricidad de la zona de Langreo y sus casetas de centralillas eran como torres de cinco o seis metros de alto con puertas metálicas o de madera con un letrero con una calavera y dos huesos cruzados que decía NO TOCAR PELIGRO DE MUERTE. Descubrí al bajar paseando por esa misma zona que dicha caseta sigue allí con la misma función pero sin el letrero de la Ercoa ni el cartel de la calavera. Más allá de esa caseta me parecía ya mucha distancia de casa, pero yo seguí entusiasmado por el sol, por las plantas y las hierbas tan crecidas y en pleno verdor; por el riuco que ahora veía provenía del monte muy lejos, tan lejos que no me lo podía imaginar. Recuerdo el momento con todo detalle: los helechos, los matorrales, los avellanos, la hierba de algún prado cercano; los pájaros cantando, el agua del riuco produciendo su peculiar murmullo al bajar. Todo ello me sumió en una especie de éxtasis y de alegría por la vida que hasta el día de hoy recuerdo como algo extraordinario en mi crecimiento porque fue el primer momento donde yo mismo me reconocía como algo aparte, como conciencia pensante de mi mismo en medio de un mundo externo a mí que yo podía explorar, nombrar, recorrer. Hubo un antes y un después en aquella escapada que me dejó una impronta de independencia espiritual, de ser yo en un mundo que también me mostraba su cara amable, su potencial; el escenario de mi futuro como crío y como hombre. Por primera vez no sentí miedo o temor por lo lejano o lo desconocido.

viernes, 25 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (9) Camino de la Foriata.

Ya sé lo que tengo que hacer para superar la valla que me impide ver la casa-cueva. Me dije. Subiré por el camino que se dirige a La Foriata porque pasa precisamente delante de la cueva subiendo pendiente y desde allí podré divisar el panorama de nuevo. Así que seguí mi paseo cuesta arriba en este extraño año 2011. Según sigo, y mirando al cielo, me vinieron a la memoria aquellos momentos en los tempranos años cincuenta cuando toda la gente salía a ver un avión sobrevolando a una altura desde la que era casi imperceptible. Salían las vecinas a la calle con el mandil puesto y los maridos alguno en mono y los chavales y los niños, todos mirando con la mano derecha de visera hacia un objeto metálico brillante que se perdía entre las nubes para volver a salir, y que si mirabas con mucha precisión y constancia podías decir que habías visto un avión volando. Seguí por La Carbonera arriba y a menos de cien metros torcí por el camino de la Foriata o Les Cames y vi la fuente donde mi madre cogía agua cuando no había agua en casa, pues muchas veces marchaba el agua y en esa fuente todas las vecinas llenaban sus calderos de hojalata para uso doméstico. Entonces podían llevar hasta un caldero en cada mano e incluso un balde una vez puesto un rollo de trapo protector en la cabeza. Y esa era también la forma de transportar la ropa cuando iban al lavadero municipal las mujeres y allí se peleaban con los bombachos de la mina dándoles golpes contra la piedra, y luego poco a poco y entre conversación y cotilleo, se iba haciendo toda la colada. A veces las mujeres se ponían a cantar y nosotros correteábamos por los alrededores junto al riuco. Y luego al acabar vuelta a cargar con la ropa en dos baldes grandes, uno a la cabeza con el rodillo enrollado y apoyado en la cadera. El lavadero estaba situado cerca del riuco de la Casería Nueva donde la actual Primera Travesía de La Carbonera se curva para unirse a la Segunda Travesía.

Sigo caminando un poco hacia arriba subiendo la pendiente del monte y me doy cuenta lo mucho que cambia la percepción de las distancias de cuando uno era niño a cuando uno se hace mayor. Lo que de pequeño me parecía lejos o muy lejos ahora me parece una distancia de metros; a veces de escasos metros. El camino está ahora cubierto por una capa de cemento, pero entonces era una caleya de piedras por donde subían los machos y las mulas con los ensillares preparados para subir mercancía de todo tipo, sobretodo material de construcción para seguir construyendo esas casas encaramadas en las laderas de los montes, que ahí siguen desde aquella época rodeadas de pequeñas huertas. Esas casinas de monte salpican las laderas de las cuencas mineras formando aldeas o cogollos indefinidos construidos en su época sin más estética o proyecto que la necesidad de vivir en algún sitio barato. Las bestias subían ladrillos, cemento, tejas o bloques de piedras y, si había alguna tienda o bar por allí arriba también aceite, vinagre, y vino en pellejos. A mi me daba pena ver cómo les pegaban con palos de avellano cuando se quedaban atascadas en el barro o cuando apenas podían con la carga por la fatiga. El mundo era así. Sin coacción no habría sociedad que funcionase. Lo malo era y es quién impone la coacción y cómo. Pero nadie nos salva, a las bestias y a los humanos, de la imposición por la fuerza; de los palos en los lomos cuando estamos fatigados, hastiados o desganados. Me situé entonces a la altura de la casa-cueva y efectivamente la vista era bastante aceptable. Podía ver todo el panorama desde el solar limitando con la Casería Nueva hasta la calle La Carbonera. El solar era curiosamente la parte trasera de la calle La Carbonera. Pude comprobar que mi hipótesis de la casona descrita anteriormente podía ser cierta. Allí estaba la terraza alargada, pero era imposible ver la parte trasera de casa Olga. Me conformaba con aquello. Ya no estaba el terraplén que subía directamente de la casa-cueva a la altura del camino donde yo estaba. Todo eso había desaparecido con el muro de contención de hormigón con el que está protegida la calle en al actualidad. Seguí caminando para arriba y el camino serpenteaba y se bifurcaba y aquello prometía una buena excursión con Ana y con una mochila cargada de bocadillos de tortilla de chorizo y una botella de vino.

Recuerdo que para que no nos alejásemos de casa subiendo por estos caminos, nos metían miedo con el chupasangres o el cuélebre. Y una vez mi hermano Jacob (tres años más mayor que yo) y yo nos escapamos por esos caminos y fuimos a dar a una caleya cegada por matorrales y ortigas que no tenía salida. Jacob me dijo que podía haber venir el cuélebre y yo me cagaba de miedo sin saber qué hacer imaginándome el cuélebre como una culebra grande que podía salir en cualquier momento y mordernos. Nunca más se me ocurrió escaparme por aquellos andurriales cuesta arriba en dirección a los montes de Dios. Aunque un día de primavera y cielo soleado fuimos toda la familia y Aladino Mayoral, un amigo poeta de mi padre, monte arriba por los caminos de piedra hasta más allá de La Foriata y después de una alegre mañana caminando nos sentamos en un prado a comer tortilla y beber de una bota de vino y luego todos jugamos o exploramos el territorio. Aladino contaba historias o recitaba poemas con su boina siempre puesta y su sentido del humor a flor de piel. De esa excursión en el año 54 queda memoria en una foto.

AYER PASEÉ POR NOLAN (8) De Walt Disney a la biblioteca de la Cueva.

Desde muy temprano me llevaron al Teatro Victoria a ver cine y la primera película que recuerdo era “Alicia en el país de las maravillas” de Walt Disney en dibujos animados. Aquella película me resultó muy difícil de digerir porque veía a los muñecos animados como seres deformados y gomosos, actuando en sitios intrigantes bajo tierra; metidos en una trama que no entendía y que además me angustiaba en grado sumo. ¿Por qué el miedo? ¿Por qué desde tan temprano hemos de sufrir el miedo? ¿Por qué miedo y temor y no otra cosa? Alguien me puede decir que esas preguntas no tienen sentido, pues la vida es así y punto. Pero uno tiene que hacer preguntas a esta vida porque hay bastante en ella de perverso, de maligno, de indiferencia; que si se analiza desde cierta distancia no resulta tan indiferente si ello comporta sufrimiento: criaturas vulnerables que pueden derivar en cualquier cosa, pero muchas veces crueldad, estupidez, engaño, confusión y horror. De todas maneras es importante que nosotros nos podamos hacer estas preguntas y hacer juicio moral de aquello que nos resulta cruel y monstruoso.

Después de la película volvía a casa al cuello de uno de mis padres y luego era la cueva. La casa-cueva donde vivía, crecía, dormía y me ponía enfermo con fiebre y luego tenía pesadillas. Recuerdo las pesadillas febriles que me llevaban a soñar con un gnomo o enanito malévolo sacado del arsenal de Walt Disney quizás o a saber quién era ese maldito enano que yo llamaba el sueño, y trataba de explicar a mi madre que soñaba con el Sueño, y que el Sueño se me aparecía en la cocina al otro lado del pasillo abierto al cielo; y que el maldito Sueño me quería meter por un agujero que estaba debajo del armario azul claro donde mi madre ponía la vajilla, los tazones y los cazos. Y estas pesadillas se repetían una y otra noche en un niño inocente, débil; que había de sufrir o morir como un perro como les sucedía a otros, para que el Universo sea, exista, o se sorprenda así mismo de lo mucho que puede llegar a ser consciente. El enano maldito me lograba empujar a su mundo subterráneo con los seres gomosos y deformados de “Alicia en el país de las maravillas”. Despertaba conmocionado a altas horas de la noche en plena oscuridad y mirando a las ventanas que daban al pasillo abierto y todo estaba oscuro o iluminado por la luz mortecina de la noche en un cielo estrellado o lluvioso. Al lado estaba mi hermano Jacob que dormía su propio sueño y en la cama de enfrente estaban durmiendo mis padres. Más allá del tabique estaba el macho dando alguna coz que otra contra el suelo.

Otras veces las pesadillas febriles consistían en que me levantaba y me dirigía hacia la radio que estaba encima de la mesa de la cocina y en de la radio salían ruidos como si surgieran de un mundo que nada tenía que ver con mi realidad de niño. Eran ruidos que provenían de aquellos cables y piezas internas que parecían tripas misteriosas de animal con sus luces de ojo mágico y el cristal que marcaba las emisoras. Temblaba, tenía miedo y volvía a dormir. ¿Por qué? Durante mi infancia padecía de anginas con mucha frecuencia y cada mes o poco más me venía una crisis que había que soportar como normal. Como parte de la vida. En alguna ocasión mi madre me llevaba al médico al ambulatorio de La Felguera y allí me pinchaban y luego venía el practicante, un señor alto con entradas, y me volvía a pinchar y sentía el dolor agudo de la aguja en la nalga y todo ello era odioso en grado sumo.

Pero no todo era pesadilla en la cueva de La Carbonera, a veces salía el sol y era domingo e íbamos al parque Adanero y mi padre nos compraba el Yumbo de la semana con el faunito Pepino y el Conejito Atómico que volaba y decía ¡Sazam! cuando pasaba de ser Pip a conejo atómico con superpoderes. Otra versión del Superman. Luego estaba Don Topete y el elefante Yumbo. Nolan entonces adquiría color y mi padre era una persona buena que nos llevaba por muchos sitios y veíamos el río Nalón de color negro grasiento y olor a azufre. O los patos en el parque y el monumento a la Carbonera y un busto de un señor que se apellidaba Adanero y daba nombre al parque. O nos llevaba mi padre a Jacob y a mí al Teatro Victoria donde echaban las sesiones de infantil, aunque ya desde muy pequeños íbamos los dos solos sin que nadie se preocupara por nosotros porque entonces no había motivo para tener tal precaución obsesiva por la seguridad de los niños. Mi madre con paciencia me fue enseñando a leer en casa y a los 4 años ya podía leer las historietas del Yumbo e incluso las vidas de los hombres célebres que figuraban en un libro titulado: “Cuando los grandes hombres eran niños”.

Luego en la casa-cueva oíamos las novelas de la radio y me acuerdo de una serie llamada el Coyote, de un tal José Mallorquí y la imaginación volaba con el Coyote por los paisajes de México y Texas. También la serie de Pepito Grillo que realizaba el langreano José León Delestal y otras más que no me vienen a la mente. La casa-cueva tenía una pequeña biblioteca donde había libros de todo tipo y novelas de Julio Verne y cómics en catalán que mi padre había traído del Batallón de Trabajadores de Lérida después de la guerra y el catalán gozaba de afectividad en nuestra casa pues mi padre había hecho buenos amigos catalanes durante su estancia en el campo de concentración y se correspondía por carta con Claudi Rams de Batea, Tarragona. A los cuatro años ya había empezado a ir a la escuela sabiendo leer con cierta normalidad.

jueves, 24 de marzo de 2011

AYER PASEÉ POR NOLAN (7) El Despertar.

Es curioso que ningún buldózer se haya dignado a destruir y aplastar la casa-cueva para dar paso a lo nuevo, al progreso, a un parque temático o un edificio de oficinas ultramodernas equipadas con los medios mas sofisticados de la tecnología punta. No. Toda esa manzana de casas ruinosas y habitáculos deformados y leprosos, siguen ahí esperando a que el tiempo acabe con ellos reduciéndolos a polvo. Langreo no es tierra de muchas ambiciones a pesar de su pasado de lucha minera y revolucionaria; o quizás, por eso, por eso mismo es por lo que casi todo el barrio de La Carbonera y la Casería Nueva y otros barrios o rincones siguen apegados a un pasado ya muerto sin perspectiva alguna de transformación y sin una radical política económica que sacuda todo el entramado de dependencia y parasitismo conformista. Y entonces la casa-cueva y todo su entorno se encierra con un muro para que ningún gitano o mendigo se instale a vivir y así continuar la saga de la pobreza que se resigna a seguir siéndolo, porque quienes aspiran a otro futuro ya se han ido o están a punto de hacerlo. Los buldózer tuvieron que haber pulverizado el escenario de mi infancia en la cuevona y borrar la calle La Carbonera del mapa. Y toda esa barriada del Palomar hubiere sido un placer verla triturada para dejar paso al avance del monte salvaje. Pero ahí sigue todo casi tal cual como lo deje en mi tierna infancia, con casi las mismas casas y los mismos parajes y hasta la gente parece la misma, pero sin la industria, las minas y los trenucos circulando.

Muchas veces he contemplado una foto donde mi madre aparece sentada en un peldaño de las escaleras que subían a la primera planta donde vivían mi tía-abuela Marta y Olga, y donde aparezco yo sentado en el regazo de mi madre con un vestido negro de lunares blancos, y yo con nueve meses de edad, sonriendo con la sonrisa de la inocencia. Sonrío porque estoy contento y porque mi madre me hace caso y mi padre me está haciendo señas y diciéndome cosas para que mire a ese aparato, luego miraré para otro sitio; me fijaré en aquello que llame mi atención y todo visto y percibido en modo instantáneo, sin reflexión, sin mediación. Todo ello un puro acto de percepción que en la medida que me sea familiar y pueda confiar despertará emociones y reflejos de tranquilidad, de alegría, de cariño; pero cuando algo me resulte instintivamente desconocido miraré con ojos asustados o de curiosidad esperando ya algo o alguien que me pueda hacer daño y entonces buscaré protección en los míos o rompo a llorar aterrado y dando la señal de alarma. Esa es la tierna infancia. Y ahora todavía puedo recordar aquellas primeras impresiones bajo un trasfondo de sensación única e indescriptible, porque nadie puede saber el color con que un alma colorea la fuerza y el flujo de sus propias emociones. Allí estaba con un vestido largo como antes se vestía a los bebés y parecía feliz.

La primera señal de autoconsciencia surge una vez que parecía despertar de un sueño y soy capaz de grabar en el recuerdo las paredes del edificio en frente de casa mi abuela de La Alquería. Recuerdo los azulejos blancos de una parte del edificio y a partir de ahí mi yo ya empieza a existir como tal, aunque todavía regresando ocasionalmente a la inconsciencia para saltar de nuevo a la novedad de un mundo que ya empiezo a explorar como algo ahí afuera, algo que puedo ya recordar cuando no estoy allí; cuando cierro los ojos, o cuando regreso del sueño. El yo va asociado a la facultad de recordar, de separar lo de dentro y lo de afuera. Mi segundo recuerdo más vivo e impresionable fue el día que mis padres me llevaron al casino de la Moncada en cuello y es el día de hoy que recuerdo la gran lámpara de perlas de cristal del vestíbulo, las escaleras de mármol y el bullicio de mucha gente que entraba y salía hacia el parque Adanero porque eran las fiestas de San Ponce. En ambos recuerdos debía de tener unos tres años.

Más adelante mis recuerdos ya se van enlazando con las impresiones más fuertes y posteriores. Tales son por ejemplo, los caballitos o carruseles con sus luces bullangueras y la música de los altavoces a mucho volumen. Me impresionaban los altavoces porque no entendía cómo podía salir una voz tan potente desde dentro de tales aparatos. Había una magia negra en ello que me infundía cierto miedo. Esas voces venían de alguna persona deformada o encerrada que recibía pinchazos eléctricos para hacerle hablar así tan rabiado y tan alto. También me intrigaban los micrófonos envueltos con pañuelos que se colocaban los tomboleros cerca de la boca y atados al cuello. No acerté a relacionarlos con los altavoces hasta un tiempo más tarde. Aquellos tomboleros o charlatanes de feria me resultaban gente como salidos de otro mundo. Montar en un carrusel era una maravillosa aventura que solo podía ser posible sentándome en las rodillas de mi padre. Además estaban los gigantes y cabezudos que a mi me resultaban criaturas salidas de los cuentos o de los tebeos. Los cabezudos a veces nos pegaban en la cabeza con corchos perforados por las varas de los voladores a modo de martillo. Todo un mundo de magia, de misterio, de inocencia, de colores, de cierta libertad cuando todavía no había empezado la escuela de párvulos y entonces la casa-cueva era mi jardín de infancia.