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miércoles, 30 de junio de 2010

ATRIO DE NESALEM

Recordad que podéis también conectar con El Atrio de Nesalem. Copiar URL y pegar en Google. No puedo "linquear" directamente.

http://atrionesalem.blogspot.com/

Un saludo,

Nesalem

martes, 29 de junio de 2010

PASEANDO POR EL BARRIO DE MADRID: LA CALLE PARADISEA Y LA COLONIA

En Madrid. Salida metro Ciudad Lineal. La primera calle que cogemos es la calle de Apolo y tiramos para abajo unos 25 metros para llegar a la calle Movinda. En la calle Movinda vivía un tal Haro que tenía la cara como hinchada y con coloretes y los ojos pequeños. Pero la calle Movinda en aquel entonces no tenía salida a garcía Noblezas. Era una calle cerrada y sin asfaltar. Haro iba al colegio Mater Dei y era un chico con buen carácter. La calle Movinda iba a dar a la calle Albarracín. Pero la calle Albarracín era la calle Paradisea cuando llegamos a aquel Madrid de principios de 1957 y así lo siguió siendo hasta finales del 59. Dónde la calle Movinda se juntaba con Paradisea estaba la tienda de La Aurorita. La tienda de La Aurorita era una casa pequeña con algo de jardín y un piso. El letrero de la tienda era 10 Aurorita 10. 10 era el número: Paradisea 10, pero lo que nos hacía gracia a Rubén y a mí era la repetición del 10 y entonces siempre decíamos en son de cantinela “10 La Aurorita 10”. La Aurorita era una tienda que vendía material escolar, chocolatinas y golosinas y, sobretodo, era el sitio donde cambiábamos tebeos. El negocio lo regentaba Aurorita, una señora baja y algo rellenita, de unos cuarenta y tantos años de edad. Su marido aparecía algunas veces en la tienda y era un señor alto de apariencia respetable, delgado y con gafas. A veces estaban los dos en la tienda.

La Aurorita tuvo su importancia en mi infancia madrileña porque era allí donde cambiábamos tebeos. El tebeo era la puerta a un mundo de aventuras, de humor con personajes de buen carácter, pero vapuleados por la crueldad de la vida, o de curiosidades. Para nosotros los tebeos de Superman eran lo máximo en aventuras de las buenas. Venían editados por la editorial Novaro de México y eran los primeros que yo trataba de coger en el cambio y luego leer. Luego era Pumby aquel gato con poderes como Superman, que hacía justicia contra los malos. También leíamos El Tebeo con todos aquellos personajes dibujados por Urdá o Coll: La Familia Ulises o el profesor Franz de Copenhague y sus inventos. Que decir de El Pulgarcito y todos los personajes de Carpanta, las hermanas Gilda, el Gordito Relleno, Roberto Picaporte, Doña Urraca, etcétera. Y luego El Jabato, El Capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín. Todos eran buen alimento para la imaginación, así que cuando se cambiaban tebeos en 10La Aurorita10 todos en casa, incluida nuestra madre; nos poníamos a leer sin tregua en un silencio absoluto que duraba como mínimo tres horas. Aquello era como un culto a la imaginación, una plena absorción que nos llevaba a otros mundos, a batallas contra el turco sarraceno, a la lucha contra el mal, a la nobleza de los protagonistas que siempre ganaban o nos decían “continuará” y nos dejaban el sabor amargo de la intriga sin resolver. Si teníamos suerte podíamos seguir leyendo “el viene a continuación” del número posterior y entonces quedábamos satisfechos. Siempre quedan en el recuerdo estas escenas ya lejanas de un Madrid invernal allí leyendo en la cocina calentada por carbón de antracita de la Colonia Nuestra Señora de Covadonga número 17, letra H, bajo derecha. O sea: el Tercer Patio.

Ahora bajábamos Ana y yo por la calle Movinda, luego la calle Albarracín a mano derecha. Pero de el 2008 a 1957, 58, 59, 60, 61 y 62 ya habían pasado muchos años. Todo aquello es irreconocible porque ya todo está construido en forma de bloques de pisos, pero mi memoria iba despertando lo que había en un sitio y en otro. Allí estaba la finca que llamábamos Casa Teddy porque allí había vivido una familia americana de las que trabajaban en Torrejón de Ardoz.. La fica de Teddy tenía una torreta con hélices de viento para sacar agua al estilo de rancho texano. Había muchos olivos y ya presentaba un estado de abandono. Había otra finca de olivares en la calle Caunedo a unos cincuenta metros más allá de la finca de Teddy donde también vivían americanos. No tardó mucho en ser abandonada también y allí quedaba como escenario de juegos y travesuras por nuestra parte. Luego estaba la lechería de las hermanas Simona y Antonia y su madre de carácter áspero y acento baturro. Esta lechería tenía las vacas allí encerradas en el bajo sin ver la luz del sol y de aquellas ubres salía la leche que bebíamos. Posiblemente la leche más aguada de todo Ciudad Lineal. Aquella vieja tacaña seguro que nos sisaba sin piedad. Era una época en que la leche había que conseguirla de las lecherías familiares al precio que fuere y, casi siempre, con agua incluida. Luego, más arriba estaba la frutería de Gelita o Angelita con aquellas cebollas lozanas, aquellos puerros, aquella fruta de temporada que olía por toda la calle. Y en la esquina de Caunedo con Paradisea estaba el bar la Ochava que allí seguía con el mismo nombre pero ahora convertido en bar muy elegante. Y en La Ochava estaba Germán con su bigote y un camarero que se llamaba Poldo y que cuando abría los barriles de cerveza aquello silbaba con la violencia de un tifón. La Ochava tenía un futbolín donde jugábamos partidas sin fin. De aquella era un bar popular, un centro de encuentro de barrio que en los veranos pasaba a ser una gran terraza exterior con muchos vecinos bebiendo cerveza y comiendo calamares fritos o boquerones a la vinagreta o cortezas de tocino fritas. Ahora año 2008 La Ochava se había convertido en un bar elegante.

Pero lo que había cambiado era La Colonia. Nuestra Colonia siempre había sido Propiedad Privada y en teoría nadie que no viviera en ella podía pasar. Para ello había una garita de guarda a la entrada y allí se ponía Rufino, un hombre de unos 50 años, calvo, delgado y callado. Rufino empezó a vivir sólo en el sótano debajo de nuestra casa después de que este fuese abandonado por la familia los Gato, de origen gallego (de Viveiro), que ya habían adquirido un piso no muy lejos de allí y abandonaban la incomodidad de vivir en un sótano oscuro, frío y húmedo en el invierno. Extraño personaje era Rufino: siempre sólo, callado, aunque a veces bromeaba con los chavales del barrio. Las lenguas decían que había sido cura, pero al día de hoy queda su figura y nombre en el nombre de los recuerdos tal como nos apareció en la infancia. Y curiosa familia la de los Gato que eran varios hermanos, Alfonsito, Manel y otros tres más que ya no recuerdo. La madre, Manuela, los llamaba a voces desde aquel sótano de ventanucos con rejas con acento gallego. El padre, Alfonso, siempre iba vestido con un mono azul con el nombre de Saconia.

Ahora la Colonia estaba cerrada con un portón de seguridad y suerte que una chica hispanoamericana nos dejó entrar. Efectivamente, la mayoría de los habitantes actuales son hispanoamericanos o inmigrantes. Adiós a aquella esencia de barrio típico madrleño donde todos más o menos nos conocíamos y formábamos vida de comunidad de barrio al estilo de un pueblo urbanita. Porque cuando teníamos que coger el tranvía 5 siempre decíamos que íbamos a “Madrid”.

(Seguiré) ESTE RELATO SIGUE EN VARIOS EPISODIOS Y A TRAVÉS DE SEIS AÑOS.MIRAD ABAJO. PARA PASAR AL RELATO SIGUIENTE PINCHAD EN "ENTRADA ANTÍGUA".

LA VIDA EN LA COLONIA DE MADRID EN LA CALLE PARADISEA O ALBARRACÍN II

Pero antes de entrar a la colonia hemos dejado atrás el Bar de los Hermanos. Ese bar fue en los años de que hablamos el Bar Navío. El Bar Navío estaba a unos metros de La Ochava y lo regentaba una familia de Molina de Aragón (Guadalajara) que tenía dos hijos; uno era Felipe Navío y el otro Emilio Navío. Felipe Navío era de mi edad y estábamos en la misma clase. Era un chaval de buen carácter y serio. Solíamos hablar de todo un poco y mucho sobre su pueblo. Lo recuerdo como un buen amigo. El Bar Navío se mantenía mucho a base de servir comidas para los obreros de la FEMSA y otros trabajadores de la zona. Era un bar de barrio que hasta incluso celebraba bailes con acordeón los domingos. También fue el primer bar del barrio que puso una máquina de petacos que no dejaba de funcionar. El modelo era bastante primitivo y se basaba en colocar bolas en cañones, pero aquella máquina era un vicio entre los chavales de la calle Paradisea /Alabarracín. Poco a poco el Bar Navío iba desplazando a La Ochava en importancia. En el bar se podía ver a mucha gente que antes frecuentaba La Ochava. Curiosamente Felipe Navío es hoy protagonista en la prensa debido al accidente del avión de Spanair http://www.aecaweb.com/publico/palabras_presidente.htm. La vida da muchas vueltas y sorpresas.

La FEMSA (Fábrica Española de Magnetos Sociedad Anónima) era la fábrica que dominaba la vida del barrio. La misma calle Paradisea/Albarracín acababa dando de bruces contra su entrada principal. Sus instalaciones ocupaban una superficie enorme y, por la parte de atrás de la FEMSA, comenzaba la fábrica de Vespa. Cuando sonaba la sirena a ciertas horas aquel sonido penetraba por todos los oídos del barrio de una forma atronadora. Cuando la sirena tocaba para salir la calle Paradisea, se llenaba de cientos de monos blancos que iban a bares y comedores de la fábrica, uno de ellos allí mismo cerca de la salida. Otros obreros preferían el plato del día del Bar Navío o La Ochava. En la FEMSA trabajaba nuestro vecino de puerta de enfrente Álvaro Herradón Saavedra. Su hijo era Alvarito y era de mi edad. Esta familia eran de Cenicientos, el último pueblo de Madrid en dirección a Ávila. El Alvarito hablaba un madrileño profundo de pueblo. Recuerdo que decía “sus vamos” en lugar de “os vamos” y una “s” oclusiva que entonces denotaba ser pueblerino o paleto. Cuando le pregunté por primera vez de dónde era me respondió: ─Soy de Cenicientos, el último pueblo de Madrid,─ y yo me imaginaba un pueblo muy remoto. La familia Herradón desapareció del barrio hacia el año 59. Se fueron a vivir al Barrio La Elipa. La FEMSA tenía las instalaciones deportivas de jockey sobre patines más modernas de España y allí en aquella pista se celebraban los campeonatos de España por el verano hasta altas horas de la noche. Por allí pasaban equipos como el Sniace de Torrelavega, el Getafe, el Langreo el FEMS, el Hospitalet y otros muchos que ya no recuerdo. Cuando esto ocurría casi toda la colonia y el barrio acudían, incluidos nuestros padres y entonces nos dejaban jugar hasta muy tarde. Recuerdo aquellos campeonatos como fiestas deportivas con una iluminación potente y las gradas a rebosar de gente. El jockey sobre patines era el juego preferido de los chavales de la Colonia y entonces hacíamos unos palos de cualquier cosa y con una pelota de goma o papel hecho bola o de madera, hacíamos nuestros propios campeonatos sobre la tierra seca de la calle principal de la Colonia. El jockey fue nuestra pasión por varios años en aquel barrio.

Pero en las instalaciones deportivas de FEMSA se celebraban también campeonatos de España de salto de altura, de salto de longitud, de lucha libre, de lanzamiento de peso, de jabalina, de carreras en todas sus modalidades. Eran unos juegos olímpicos a nivel nacional que hacían las tardes del verano todo un espectáculo lleno de gente de toda España. Nosotros, los chavales, luego hacíamos nuestros campeonatos de todo ello en los patios de la Colonia y nos pasaban las vacaciones plenas de actividad deportiva. Nunca recuerdo estar aburrido en esos años. Disponíamos de montones de juegos de grupo para invierno y verano donde participábamos decenas de amigos. En invierno con la humedad del suelo jugábamos al inque y al robaterrenos. Disponíamos entonces de un pincho o un destornillador que había que clavar en el suelo y avanzar o robar terreno al contrincante hasta dejarle sin nada. Luego estaban las bolas. Jugábamos al guá y al triángulo con bolas de piedra y de cristal. Cada chaval tenía su reserva de bolas que guardaba en una bolsa pequeña de trapo a medida que ganaba o se vaciaba a medida que perdía. Que decir del juego de los toros, que era jugar a saltar compañeros doblados en forma de burro y hacer como una corrida de toros donde íbamos dando los piques y repiques, corte de orejas y de rabo y luego a matar dándole un culazo que obligaba tirarlo al suelo para ganar. Y luego el rescate, o policías o ladrones; o el escondite o las guerras con pistolas de agua; o las guerras contra el barrio del Negro a base de palos y pértigas que se convertían en auténticas batallas campales con heridos hasta que los mayores intervenían y lo paraban. El barrio del Negro era un barrio cerca de unos basureros inmensos en dirección sur, donde vivían gitanos y gente de chabolas. Los muy malandrines nos declaraban la guerra y entonces todos los chavales de la Colonia nos organizábamos como un ejército con palos y piedras y tirachinas y nos colocábamos en nuestros refugios vallados, ya que la Colonia gozaba de una valla de cierre de propiedad y desde tal posición lográbamos dominar al enemigo que no era capaz de entrar. El Negro era curiosamente un líder hipotético que supuestamente dominaba aquella banda cuyos miembros eran la mitad gitanos. Quizás fue alguien que perteneció a la generación anterior de chavales y su mito había pasado a nosotros. Fuese lo que fuese El Negro estaba vivo en aquella banda invasora que nunca logró dominarnos.

También organizábamos circos. Hubo una época que con la influencia de películas de circo y algún circo que venía a la explanada de La Cruz de los Caídos, ya en Pueblo Nuevo; pues entonces nosotros organizábamos sesiones de circo en los patios de atrás de la Colonia. Los amigos de Rubén, algo más mayores, organizaron el Circo Felipe en el patio primero de los de la parte de atrás. Su lema era: el Circo Felipe que da la gripe. Entonces la competencia éramos nosotros, los de nuestra edad, que nos llamamos el Circo Panchurri y lo hacíamos en el segundo patio de la parte de atrás. Organizábamos los números a desarrollar, nos vestíamos de payasos, avivábamos el ingenio para sacar adelante nuestro circo con mayor número de asistentes que el circo Felipe. Aquello duró un tiempo hasta que la fiebre se agotó. Pero de una fiebre pasábamos a otra y así íbamos creciendo. Lo último que hicimos un año antes de volver a Asturias fue el mural. La idea del mural surgió de Fernando Jiménez o Fernando el de la Familia, como así lo llamábamos. Fernando era el mayor de una familia de siete hermanos que vivían en el portal B, 2ª derecha. Recuerdo entre los hermanos a: Enrique, Carlos y las hermanas gemelas. Había otra hermana más, más pequeña que las gemelas. El padre trabajaba de cocinero en la base de Torrejón y la madre era una señora de carácter afable. Supimos con el tiempo que Fernando Jiménez era protestante y entonces se hacían cábalas sobre la Biblia que leía y la forma de ser de los protestantes. En el Colegio Mater Dei Fernando las había pasado canutas con el director falangista Don Rafael de Uña Mata. Cuando supo que era protestante comenzó una persecución contra él que motivó una serie de reuniones serias en el despacho de Don Rafael con el padre y donde sabíamos que se discutía seriamente sobre expulsión y cosas serias. Creo que luego se fue a otro colegio, pero Fernando era un chaval de excelente carácter y de una integridad moral envidiable. Además tenía ideas buenas con nosotros y las llevaba a cabo. Una de ellas era la del mural.

El mural era una especie de corcho grande que colocábamos a la entrada de la Colonia con noticias culturales y fotos deportivas o cuentos cortos que alguien escribía o dibujos que se exponían o ideas o humor o mil cosas que colocábamos con ganas en el corcho. Cada semana teníamos que cambiar el forro de cartulina del corcho con un color diferente y temas diferentes. Luego lo colgábamos del árbol de entrada con una caja-hucha de madera donde los vecinos echaban alguna moneda si les gustaba lo que leían o veían. El mural acaparaba un tiempo de ocio importante después del colegio y de hacer los deberes, pero era algo que hacíamos con gusto. Aún así el mural sufría críticas y mofa por parte de algunos. Incluso alguna vez aparecía rayado o despegado. Pero la idea se impuso y fue aceptada por los vecinos durante el tiempo que duró ya que todo tiene su fin y agotamiento. Así que cuando decidimos que el mural había cumplido su objetivo sumamos la cantidad de dinero acumulada y con ello organizamos una tarde de cine con bocadillo de butifarra para cada uno incluido. La película era Los Diez Mandamientos y el cine el Cine Las Vegas (hoy día reconvertido en bingo, creo). Era una tarde de mayo que siempre recordaré no sólo por la película de larga duración y el tema, sino porque unos diez chavales fuimos al cine con dinero ganado a pulso, con un buen bocata para comer en el descanso y luego comentar la película al salir. Era la última etapa de mi infancia en Madrid y todo estaba cambiando.

(seguiré)

Vital de Andrés

LA COLONIA SACONIA III

Llegamos a la Colonia de Nuestra Señora de Covadonga o Colonia Sajonia un 3 de enero de 1957. Veníamos de Asturias y no había pegado ojo en toda la noche mirando por la ventanilla del tren expreso. Tenía seis años. Allí, pegado a la ventanilla, trataba de ver lo que había fuera. Había luces lejanas, estaciones silenciosas de luces mortecinas, trenes de mercancías que se cruzaban con el nuestro de forma violenta. Recuerdo que una vez en la meseta la luna era llena y podía ver casi todo. Fue eso lo que me mantuvo en vela toda la noche de viaje. Nunca había visto una llanura así en la realidad. Salía del estrecho valle de Langreo, verde y húmedo para empezar a ver otros mundos. La llanura se perdía a lo lejos. Más tarde eran las vallas de piedra que protegían ganados de ovejas. Pueblos de casas también de piedra a lo lejos. Montañas lejanas sin ninguna nube o niebla que las cubriera. Y al final Madrid. Salimos a la estación Príncipe Pío y allí mi padre llamó a un taxi. Aquello me pareció extraño. Llamar un coche que pare y te lleve sin más era algo raro para mí. Además había muchos coches. No recuerdo más. Debí de quedar dormido.

Despertamos Rubén y yo a una mañana soleada. Nos despertaron las voces de una señora que gritaba algo así como “pachurrera, pachurrera”. Nos levantamos los dos de la cama y miramos por la ventana. Lo primero que me llamó la atención fue la fuerza del sol. Era una mañana clara como nunca había visto en Asturias. Parecía que amanecía a un mundo más alegre, con mucha más luz y colorido. Y de repente vimos a la señora que llevaba una cesta redonda grande con algo dentro y seguía gritando “pachurrera, pachurrera”. Rubén y yo nos reímos de aquella palabra hasta el día de hoy. Era la churrera que vendía curros y porras calentitas y listas para tomar con leche, café o chocolate. Cuando nos vestimos y fuimos a la cocina ya había porras en la mesa con chocolate. Mi padre había comprado a la “pachurrera” su mercancía.

Desde la ventana de la habitación podíamos ver los cangilones entrar y salir del embarcadero a casi un kilómetro de allí. Más allá del embarcadero se extendía una inmensa llanura de hierba amarilla. Más allá de la Colonia empezaba el campo interminable cruzado por las torretas y cables de los cangilones que traían piedra del Jarama para moler en forma de grijo para las carreteras. Hoy día toda esa inmensa llanura está edificada y desde esa misma ventana sólo se ven edificios que bloquean la Colonia. Como era el 4 de enero tenía miedo que no vinieran los Reyes ya que la carta la habíamos echado en Sama, pero mi padre nos dijo que no había problema que los Reyes sabían que estábamos en Madrid. No sé si salimos de casa o no aquel día. Mirábamos por la ventana y veíamos a chiquillos que hablaban de una manera que nos parecía simpático. Llegaron los Reyes el día 6 por la mañana y a mi me trajeron un tren de cuerda Payá con vías y un par de pistolas de restallos. A Rubén le habían traido entre otras cosas el Robot Mágico. Era un muñeco robot que lo ponías apuntando a una pregunta en un círculo y luego respondía en otro círculo movido por un imán que lo llevaba a apuntar con una varilla a la respuesta. Para mi eso era pura magia.

Salir a jugar con los chiquillos de la Colonia no fue fácil. Rubén y yo salíamos al portal, pero luego retrocedíamos. Afuera había chiquillos a la expectativa pues ya sabían que habíamos llegado. Yo entonces quise salir y saludarlos, pero Rubén me retenía, sentía verdadero pavor a salir y enfrentarse a aquella situación. Los críos nos llamaban para jugar y Rubén me impedía salir. --No vayas—me decía. Al final me escapé y entré en contacto con Juani, Clemen, Alvarito, José y Kike y otros. Entraba en un mundo nuevo donde decían “niño” en lugar de “guaje”, decían “ahí va” o “parte mi sólo” y de vez en cuanto alguna palabra que yo desconocía absolutamente pues en Asturias esa palabra solo entró a finales de los años sesenta. Me refiero a “gilipollas”. El equivalente en Asturias era “pijo” o “fatu”. Fue fácil empezar a jugar con ellos y me hacían muchas preguntas y decían que hablaba gallego y me llamaban gallego. Poco a poco convencimos a Rubén para que saliese del portal y se uniera a nosotros. A partir de entonces ya éramos dos más entre tanto chiquillo con ganas de jugar.

Empezamos a ir al Colegio de Nuestra Señora de las Mercedes en la calle Caunedo. No muy lejos de la Colonia. El colegio lo dirigía D. Rafael de Uña Mata y contaba con dos profesoras más, Doña Antoñita, que era su mujer; y, Doña Isabel que era hermana de Doña Antoñita y cuñada de D. Rafael. Pero había otra hermana que era Doña Carmen Lodeiro. Esa era mi ‘profesora’, no maestra (en Madrid no se usaba esa palabra aplicada a un docente). Todas las hermanas eran gallegas de origen, concretamente de Viana do Bollo (Orense). Y, con excepción de Doña Antoñita, las otras dos eran solteronas y bastante beatas. Carmen Lodeiro tendría unos treinta años y era guapa a su forma. Cuando nos llevaba a la iglesia a rezar a María, la Virgen, los obreros que cavaban zanjas o trabajaban en las obras la silbaban y ella se ponía colorada. Doña Isabel era fea y delgaducha y además era algo repipi y moralistona. Para llegar a mi clase había que pasar el portal y luego cruzar un pequeño patio hasta llegar a una especie de añadido que bien podía haber servido de almacén de algo. Aquel anexo de planta baja albergaba dos “aulas”, la clase de Don Rafael a la que iba Rubén, y, la clase de Doña Carmen, que era donde iba yo. En realidad eran cuartuchos con unos ventanucos que daban al patio y donde nos hacinábamos unos 30 alumnos en cada clase. Madrid de aquella no contaba con escuelas municipales suficientes, todos íbamos a colegios privados montados en pisos o casas con un piso o dos. Tal era el caso del Colegio Nuestra Señora de las Mercedes, cuya casa todavía existe en la calle Caunedo.

El colegio había sido recomendado por una prima de mi madre que vivía en Madrid desde hacía mucho tiempo. Se llamaba Rami y su marido era un malagueño muy simpático llamado Pepe. Pepe trabajaba de taxista y tenía un Citröen de aquellos largos y pegados al suelo de últimos de los años 30, que además contaba con asientos extra plegables. Pepe y Rami tenían dos hijas que se llamaban Carmen y Marisa y las dos se apellidaban Montilla Collado. Las dos eran muy listas y vivaces. Enseguida nos aceptaron como primos de verdad y nos hablaban del barrio y de todo lo que hacían y del colegio y de no sé cuantas cosas más. La madre, o tía Rami (en Asturias no usábamos el tía o tío delante para dirigirnos al mismo), a partir de entonces, también nos ponía al día de todo lo que acontecía en la zona de Ciudad Lineal. Ellos vivían en una especie de edificio viejo construido con ladrillo rojo y paredes ajadas por el tiempo, edificio que estaba dividido en pisitos cuyas puertas y ventanas daban a una larga galería con váter común al fondo metido en una especie de armario de cemento con tejas. La primera planta de aquel edificio estaba dedicada a almacenes o cuadras y enfrente había una explanada de tierra dura y seca rodeada de casuchas con huerta de pueblo o barrio periférico ya todo medio abandonado y decadente. Esta zona donde vivían Pepe y Rami era cruzando la Carretera de Aragón (hoy día ya Calle de Alcalá) en dirección a Canillejas, pero no muy lejos de nuestra Colonia. Estamos hablando de un Madrid todavía pobre y poblado de gente que venía de todas las provincias a buscarse mejor vida, pero un Madrid muy escaso de viviendas nuevas y por lo tanto la gente vivía como podía y en cualquier sitio. Era el Madrid de los “torraillos” hechos con garbanzos tostados, de las cortezas de cerdo fritas en carruchos o tenderetes, de churrerías de barrio, de estancos con letreros que decían “expendeduría”; el Madrid de las lámparas de carburo y las farolas todavía de gas en la plaza de la Cebada y la zona de La Latina. El Madrid de los metros y tranvías atiborrados de gente vestida pobremente y mal aseados, que se dirigían a barrios muy hacinados plagados de chabolas o cuevas escarbadas en la arena como Vallecas, zona de San Blas y tantas otras. Recuerdo ese Madrid como si lo estuviera viendo. Esa pobreza tan cruda y generalizada no existía en Asturias y ya a los seis años me resultaba desconcertante. Era el Madrid de los mutilados de guerra vendiendo lotería o cosas desde puestos que decían “Mutilado de Guerra”. Un Madrid lleno de tullidos pidiendo en los metros, en las calles, etcétera. Y todo ello fue cambiando radicalmente precisamente en todos aquellos años que vivimos allí.

El pisito de Pepe y Rami eran dos habitaciones con ventanucos que daban a la galería común, más una cocina diminuta. En una habitación dormía el matrimonio y en otra las dos niñas y la madre de Rami, o sea, la suegra de Pepe: María Luisa. Ella era asturiana de Ribadesella, hermana de mi abuelo Ramón, y era viuda desde hacía años. Recuerdo que siempre que se ponía a hablar acababa llorando por algo. Siempre acababa llorando y las lágrimas le surgían tras de las gafas redondas de concha y pronto había un pañuelo secándolas. Nunca supe mucho de ella, ni sé a qué se debían sus lloros, pero la tía María Luisa venía mucho a nuestra casa de la Colonia a hablar con mi madre de tiempos pasados y presentes. Cuando se iba mi madre ponía la radio y escuchaba las novelas de Guillermo Sautier Casaseca con Matilde Cones, Matilde Vilariño y pedro Pablo Ayuso o Rafael Vicente como protagonistas. Por la radio se anunciaba Cortefiel en Fuencarral esquina San Mateo, almacenes Simeón, las canciones de Cola Cao y Phoscaoy hojas de afeitar Palmera. Más tarde fue la apertura de Galerías Preciados con todas sus ofertas de plástico en multitud de colores. Habría de pasar un año más: 1958.

En el Colegio de las Mercedes empezó mi mala suerte con las escuelas (en Madrid no se usaba la palabra escuela, decían siempre colegio) o mi torpeza como estudiante. La Señorita Carmen Lodeiro resultó ser una señora neurasténica incapaz de controlar a treinta niños salvo arreando palos en forma de ejecuciones sumarísimas. Cuando se cabreaba, que era casi siempre, nos cogía a los que no teníamos hecho algo o no respondíamos a algo que había que tener memorizado o resuelto y nos sacaba adelante, nos bajaba los pantalones y nos azotaba con una vara a base de bien. Tal escena era terriblemente humillante y se repetía casi todos los días. A veces se bajaban los calzoncillos de lienzo (no existían los slip modernos) por accidente y se veía el culo y los cojonillos y la pirula del crío que sufría como un Cristo doliente. Era una pedagogía aterradora. Las niñas iban con Doña Isabel y que yo supiera no sufrían tales humillaciones. Cuando llegaba la hora del bocadillo todos sacaban su bocadillo menos yo. El bocadillo se comía en el recreo o dentro de la clase, pero el recreo era jugar en un patio pequeño que más bien parecía una conejera que un patio de escuela. Yo, por razones dietéticas de mi madre, no llevaba bocadillo, ya que mi madre decía que el bocadillo nos quitaba el apetito para comer. Así que la hora del bocadillo era mirar a los demás cómo comían su chocolatina o sus bocatas de chorizo y cuando salía del colegio a la una me sentía desfallecido. Tenía más hambre que una rata hambrienta. Había un crió que llevaba siempre un bocadillo de huevo frito, Se llamaba Enrique Llamas y me llamaba mucho la atención cómo comía aquel bocata chorreando yema de huevo por todos lados. Curiosamente el destino quiso que en el año 1984 Enrique llamas y yo coincidiéramos en casa de un buen amigo americano que trabajaba en Torrejón. Su cara me era conocida y no sabía de qué, pero cuando empezamos a hablar y me descubre que había ido al Colegio de las Mercedes, pronto me di cuenta de quien era y le recordé sus bocadillos de huevo frito y los dos nos reímos, de lo lindo. Él no se acordaba de mí. En los años 80 trabajaba como ingeniero aeroespacial o algo parecido. La vida da muchas vueltas y sorpresas.

(seguiré)

Vital

LA COLONIA IV

En el Madrid de entonces las líneas de metro eran pocas. La que solíamos utilizar para llegar al centro (a Madrid, decíamos los del barrio) era la de Ventas-Santo Domingo. Pero para llegar a Ventas había que coger el tranvía 5 que hacía la línea Manuel Becerra-Canillejas. El 5 lo cogíamos en La Cruz de los Caídos. En el año 57 era un tranvía Fiat de modelo algo anticuado. A mi me gustaba montar en el tranvía y ponerme adelante para ver la vía y al conductor. En caso de que no pudiese ir adelante me ponía en la parte de atrás y así seguí viendo la vía. Luego, una vez en el metro, seguía mirando por la ventanilla y observaba lo que podía dentro de los túneles teniendo en cuenta las estaciones que iba pasando, las cuales sabía de memoria. A veces veía túneles que se bifurcaban, o llevaban a alguna cochera. Los túneles me metían algo de miedo. No podía imaginarme quedar solo en uno de esos túneles. También me producía cierto pánico ver a la gente en los andenes muy próximos al límite. Cuando las estaciones estaban atiborradas aquello me producía un miedo real, por nada del mundo hubiera querido ver a alguien caer a la vía. Y qué decir cuando llegaba el tren y se producía la entrada y salida de gente ¿Cómo era posible que todo fuera tan rápido sin que nadie quedase atrapado con las puertas de cuchilla? En esa época tanto el metro como el tranvía y autobuses o trolebuses, tenían conductor y cobrador. En el caso del metro había un señor que se encargaba de abrir y cerrar puertas con una manivela y unos botones-timbre que avisaban antes de cerrar. Había una línea de tranvía que me gustaba viajar por el trayecto que seguía y la clase de tranvía que lo hacía. Era la línea Cruz de los Caídos-Arturo Soria, más adelante alargada por ambos lados y con mejores tranvías, San Blas-Plaza Castilla. Pero en el 57 todavía era posible montar en un modelo de tranvía antiguo sin puertas de aire comprimido, sino de cadena cruzada y con una terracilla en la parte de atrás que luego permitía la entrada al compartimiento general con puerta de madera. El trole era también de rueda que rodaba sobre el cable como lo hacían todos los tranvías de Madrid, en lugar de trole que rozaba contra el cable como los de Gijón en su día. Además aquel tranvía hacía un ruido especial de chirridos contra la vía siguiendo el paseo de Arturo Soria por su parte mediana toda ella plantada de pinos y con fincas y chales a un lado y otro también llenos de árboles y entonces parecía que el Arturo Soria Express cruzaba campo a través sin apenas estaciones que lo entorpeciera. Parecía de película de vaqueros. Lo pasaba pipa.

Un día iba en el tranvía 5 mirando la vía por la parte de atrás, cuando de repente notaba que me mareaba y me sentía mal. Empecé a sentir náusea y pequeños escalofríos. Cuando íbamos caminando por la calle Paradisea mi madre se dio cuenta que tenía fiebre. Solía caer enfermo de anginas y con fiebre como era el caso de muchos chiquillos, pero aquello resultó ser algo más. La terrible gripe asiática del año 57 estaba azotando España e iba dejando algún que otro muerto por el camino. Y la gripe nos golpeó a Rubén y a mí. Recuerdo que era el mes de octubre y casi todo el mes lo pasamos en la cama con fiebre alta y una debilidad que no nos permitía tenernos en pie. Recibíamos la visita del médico con frecuencia y hasta Don Rafael, el director del colegio de Las Mercedes había venido a casa, a la Colonia, a informarse de nuestro estado. Yo solo recuerdo un mes de de náuseas, de vómitos, de fiebre, de pesadillas por la noche, de frío-calor. Mis padres nos ayudaban a ir al váter. Fue un mes terrible. El Madrid del 57 carecía de modernos ambulatorios o clínicas y entonces había que ir a un médico de “la Iguala” que tenía consulta en Canillejas. A veces, cuando teníamos anginas, venía una practicante a casa y seguía siempre el mismo ritual. Primero prendía el alcohol dentro de un recipiente, luego pasaba la aguja por el fuego para desinfectarla con unas pinzas, luego absorbía la penicilina de una ampolla y acababa dando unos golpecito con los dedos a la jeringa de cristal para cerciorarse que no se formaban burbujas de aire.

Mi padre viajaba constantemente. Trabajaba en la empresa Atlas Copco que se dedicaba a la fabricación de maquinaria y tecnología para minas, principalmente martillos de aire comprimido y compresores. Él, entonces, tenía que hacer demostraciones por toda España con dicha tecnología, y pasaba largas temporadas fuera de casa. Disponía de una furgoneta SEAT que luego fue sustituida por un Land Rover largo. Cuando se quedaba en Madrid iba a trabajar al taller de la calle Pantoja en el barrio de Prosperidad. Curiosamente iba en bici, y, digo curiosamente porque nadie usaba bici para ir a trabajar en Madrid. El carácter abierto y social de mi padre hizo que conociese a casi todas las “cabezas” de familia de la Colonia y en casa, en ocasiones, se celebraban convites hasta tarde de los que formaban la asociación de vecinos. Estaba el abogado Vicente Lillo, un tal Eduardo Cendón, otro de apellido Morejón, también estaba el Sr. Andréu que vivía encima de nuestro piso; Ignacio Brea, del último piso, Enrique Martínez, padre de Kike y Jose, el Sr. Jiménez, padre de Fernando Jiménez, y otros. Recuerdo que a Rubén y a mí nos mandaban a la cama y el convite se tiraba allí en la salita, hasta largas horas de la noche hablando y comiendo buen chorizo, jamón y buen vino.

Al Colegio de las Mercedes llegó mi primo José Aurelio un mes de abril de 1958. Llegaba con la tía Menchu para asistir al futuro parto de mi madre. José Aurelio llegó y pronto pasó a ser parte de la banda de amigos de la Colonia. También empezó a asistir al Colegio de las Mercedes en la misma clase de la Srta. Carmen Lodeiro. Recuerdo que hubo un incidente en la clase posteriormente muy comentado en la familia. No recuerdo estar presente en tal incidente quizás por mi frecuente problema de anginas. Pero la cosa sucedió así según testigos presentes y posterior comentario de la profesora. Al parecer fue repasando el catecismo católico cuando la señorita hizo la siguiente pregunta: ¿Quién es el Papa? A lo cual José Aurelio respondió de acuerdo al estribillo que nos inculcaban en casa a modo de broma: “A fiyín, a ti si te pregunten quién ye’l Papa tu contestes: el que come fariñes y escapa” Y así fue la respuesta de José Aurelio a la señorita Lodeiro en voz alta ante toda la clase. La reacción de la señorita fue, por suerte, de sorpresa y risa. Si hubiese sido yo quizás me hubiese caído una paliza descomunal con la vara, pero José Aurelio estaba de paso y caía bien con su acento asturiano. El incidente se tomó por el lado humorístico y no pasó nada.

Ana y yo seguíamos caminando por la Colonia después de haber cruzado la puerta de hierro de seguridad. La chica hispanoamericana nos había dejado pasar y la Colonia parecía más bien muerta. Ahora en el año 2008 quién sabe quién viviría ahí, qué chiquillos juegan, qué historias se estarán desarrollando. Todo sigue su curso. De repente llegamos a la ventana de la letra H-2º derecha que mira a la FEMSA y recordé inmediatamente la foto que hay en archivo familiar donde salen mi madre y la tía Menchu. Había dicho que Menchu había venido junto con José Aurelio a asistir a mi madre para el parto de la criatura que estaba de camino. Era la primavera del 1958 y desde aquella ventana todavía se podía ver hasta muy lejos. No sólo el complejo deportivo de la FEMSA, sino también los incipientes rascacielos de San Blas un tanto lejos. Pero aún se podían divisar el horizonte de los infinitos campos de trigo del sudeste de Madrid en dirección Coslada y Vicálvaro; aunque la calle Albasanz comenzaba a cobrar forma por detrás de la FEMSA en dirección a Canillejas. Era la calle Albasanz la que empezábamos a seguir Rubén y yo para alejarnos del barrio y cruzar el barrio del Negro y los basureros y el riachuelo que por allí pasaba sembrado de tomates silvestres y olor a alcantarilla y agua enjabonada y algún que otro gato muerto y pudriendo. Albasanz acababa en esa época en una serrería, pero más tarde ya a punto de volver a Madrid esta calle ya era una vía de próspera e incipiente urbanización que nos conectaba con un futuro en rápida formación. Los basureros en el 58 eran verdaderas montañas a donde se nos ocurría escaparnos en ocasiones y allí encontrábamos de todo, desde frascos de laboratorio, pasando por juguetes viejos, por muebles, restos de escayolas de todo tipo, chapas de cerveza. Y, en dirección contraria, es decir a Ventas; ya empezábamos a explorar nuevas calles, nuevos barrios y barriadas. La Avenida Hermanos García Noblezas, cerca de La Cruz de Los Caídos dejaba (en el 57), todavía entrever lo que habían sido unas afueras de Madrid medio rurales, con viejas fincas abandonadas y dehesas ya duras y apisonadas que servían de solares para aparcar camiones o algún que otro campamento gitano. Todavía se podían ver las parras con uvas en el verano y algún aljibe abandonado. Es más, en la calle Argos vivía un tal Luisito con su abuelo en una finca de este estilo. Luisito jugaba con nosotros en la Colonia, pero el guarda Rufino lo echaba a veces porque en la Colonia sólo podíamos entrar los que vivíamos allí. Entonces nos íbamos con Luisito a su finca medio abandonada y allí estaba su abuelo en el verano sentado bajo las moreras, las higueras y las parras y fumando caldo. Cuando el abuelete abría la boca tan sólo había un par de dientes de color amarillo tirando a marrón oscuro y me fijé que cuando comía pan lo reblandecía con agua para poder tragarlo. La finca de Luisito era grande, pero podía entrar quien quisiera y la casa estaba en estado lamentable con lámparas de carburo en la cocina y agua de pozo para beber. A la finca de Luisito, que era muy buen crío, íbamos a subirnos a los árboles y a comer uvas y higos con permiso del abuelo.

Más tarde se cerró la finca y así quedó: abandonada. De Luisito no supe más, pero a la calle Argos, todavía sin asfaltar, íbamos en invierno a bajar por la cuesta en patinete con ruedas de rodamiento que cogíamos en la basura de los talleres que había por la misma calle o en la calle Caunedo, cerca del colegio de las Mercedes. Subíamos hasta cerca del colegio de monjas de la Virgen del Cobre (todavía existe) y desde allí bajábamos montados en los patinetes de madera a toda leche y que yo sepa, salvo alguna caída estrepitosa, nadie requirió nunca de más auxilios que el agua oxigenada o la mercromina que ya se empezaba a usar. Mi padre nos había hecho un patinete que tenía una especie de freno y el guía estaba labrado con una escofina y era una pasada. A la calle Argos íbamos a coger hojas de moreras, así como a la antigua finca de Teddy; para alimentar los gusanos de seda que coleccionábamos los chavales de la Colonia y el barrio. Hubo furor de gusanos de seda y todos teníamos una caja de zapatos llena de gusanos y hacían el capullo y luego se convertían en mariposas blancas. Todo aquello era motivo de continua observación. Quizás me haya olvidado de las colecciones de cromos que todos los chavales coleccionábamos y que también mi madre era aficionada y recuerdo la colección de piratas tan interesante (recordemos que no había televisión), y la de futbolistas con dos colecciones: la de cabezones o caricaturas y la de fotos. Luego estaban las colecciones de animales o las de películas como la de Marisol, Un Rayo de Luz. Si íbamos al cine solíamos ir al los cines de la calle Aragón (ahora Alcalá). Empezábamos por el Mundial, luego venía el Lepanto, luego el Aragón y más allá el Ideal y el Iberia, este cine ya miraba a la Plaza de Las Ventas. Luego ya se construyeron cines modernos de pantallas gigantes como el cine Las Vegas en García Noblejas o el California en Ciudad Lineal en una zona residencial de pisos buenos, tipo de construcción pionera de lo que es hoy Arturo Soria y sus complejos de apartamentos y pisos caros.

(seguiré)

Vital de Andrés

LA COLONIA V

Había dicho que en dirección a Las Ventas o Ventas ya comenzaba a construirse el barrio de la Concepción a la altura de una zona llamada Quintana (hoy estación de metro de la línea 5). Mi padre, que siempre había sido entusiasta del progreso nos hablaba del barrio de la Concepción como una obra moderna de urbanización grande y amplia que rompía con lo viejo de toda la zona. También nos hablaba de cómo en el Arroyo Abroñigal tenían pensado hacer una circunvalación moderna. Efectivamente años más tarde fue la M30. También nos decía que “iban a tirar” una avenida que comunicaría la Prosperidad con Ciudad Lineal. Era una época de construcción y cambio a todo meter. Recuerdo un día que fuimos un amigo, que ahora no recuerdo quién era (quizás Felipe Navío) y yo caminando por las calles interiores de la mano izquierda de la calle Aragón (dirección Ventas) y fuimos explorando todo lo nuevo que se iba construyendo y todo eran nuevas barriadas, hasta que llegamos al Arroyo Abroñigal que actuaba como línea divisoria entre el distrito 11 y la zona Ventas. El Arrollo Abroñigal era como una especie de hondonada seca y de tierra como de arena cruzado por puentes como si de verdad fuere un río aunque lo que hubiese sido un arroyo o riachuelo de verdad en alguna época con su erosión manifiesta a juzgar por la bajada y subida de la Carretera de Aragón; en aquellos años cincuenta no era más que una vaguada llena de chabolas y chiquillos mal vestidos jugando. También había muchos gitanos por la vaguada. La M30 acabó con los restos de este paisaje subdesarrollado tomando forma de autopista.

Al hacer esa subida por la calle Aragón, normalmente en tranvía, había una avenida que salía en forma de diagonal y siempre veíamos coches-carroza o funerarios salir en esa dirección. Cuando los coches-carroza eran pequeños y blancos eso quería decir que el muerto era un niño y nos daba mucha pena verlo. Mi padre nos dijo que por aquella avenida (Avenida de Daroca) se llegaba al cementerio de la Almudena y que era un cementerio muy grande, tan grande como una ciudad, decía. La primera muerte que me afectó fue la del padre de Ricardo que vivía en el último patio en el portal L, bajo Izquierda. Ricardo tenía una hermana que se llamaba Matilde, algo mayor que él. Pues un día el padre que era pintor y del cual me acuerdo con todo detalle, se murió. No recuerdo de qué se murió, pero era un hombre joven y fue un golpe en toda la Colonia. Entonces fue el entierro y vino la carroza fúnebre y todos fuimos a verlo y yo estaba impresionado. Los entierros en Madrid se hacían en coche. Primero iba la carroza y luego todos los taxis con la familia y amigos o vecinos. En Sama era diferente. El entierro era una comitiva andante que circulaba por las calles hasta el cementerio con curas y monaguillos llevando unas cruces altas. Luego toda la familia de Ricardo se vistió de luto: la madre y la hermana vestían de negro y Ricardo llevaba los calcetines negros y vestía color oscuro. Otra muerte que me impresionó fue la de la criada del Sr. Gómez y su familia, una de cuyas hijas se llamaba Mari Cruz, que vivían en la letra E 2Derecha. La Colonia estaba poblada principalmente por clase obrera cualificada y pequeña clase media. Había también un chofer de moto-sidecar que solía llevar políticos de Franco, otros eran oficinistas; algunos tenían pequeños negocios y otros eran abogados como el Sr. Lillo. El Sr. Gómez era un pequeño comerciante que se permitía el lujo de tener criada. La criada era una chica joven muy guapa y delgada, que además vestía con una falda muy estrecha tipo tubular y con unos zapatos de tacones muy altos y puntiagudos. La verdad llamaba mucho la atención la criada del Sr. Gómez en el barrio cuando salía los domingos al baile o de paseo. Un domingo por la tarde o casi de noche llegó un taxi con el Sr. Gómez el cual se bajó precipitadamente del vehículo y subió para casa como una exhalación. Seguidamente, en cosa de minutos, llegó una ambulancia sonando la sirena. Eran esas ambulancias SEAT donde apenas cabía una persona. Bajaron una camilla y al poco tiempo vimos a la criada como si estuviese inconsciente atada a la camilla. Supimos más tarde que había muerto en el hospital pero hasta el día de hoy nunca supe que había pasado y la vida de los Gómez siguió con toda naturalidad.

A la altura del tercer patio y lindando con la valla de cierre de la Colonia estaba la finca de la Señá Marcela. Apoyados a la valla podíamos ver toda la finca que en otra época parecía haber sido mucho más grande de lo que ahora era. La casa de la Señá Marcela era casa de rica. Todo estaba limpio y en su sitio. Había un albaricoquero y una parra que a veces lográbamos alcanzar con un palo y podíamos robar las uvas que se nos ponían a disparo. Pero lo más temible de la Señá Marcela además de su carácter de vieja gruñona y su diminuta estatura coronada por una cabeza de pelo absolutamente blanco y rizoso, eran sus enormes perros lobos. Tenía dos perros lobo de hermosa catadura que andaban y corrían por la finca a su aire y cuando nos veían asomarnos ladraban como si estuvieren rabiados. Siempre daba gracias a Dios por la valla que nos separaba de la finca de la Señá Marcela. Caer a la finca era mi pesadilla alguna noche. Yo lo comparaba con la caída de los cristianos al circo romano con sus leones hambrientos. Quién era la Sra. Marcela era todo un misterio para nosotros. Nos parecía una verdadera bruja mala de cuento, pero ningún mayor nos aclaraba nada y no parecían darle importancia a esa bruja maligna que nos miraba siempre con malos ojos. Otra bruja era una vecina gorda que vivía en el segundo patio en el portal que vivía Lillo. La tal señora tenía la costumbre de dejar los alambres que usaba para tender la ropa por la noche allí amarrados a los árboles de la parte de atrás desobedeciendo la normativa de la Colonia que decía que las cuerdas o alambres utilizados para colgar la ropa habrían de ser recogidos por la noche por el peligro que esto suponía para la gente que caminaba, o los chiquillos que jugaban hasta la noche. Un día jugando al escondite por la noche Fernando Sánchez (el Llorón) tropezó con el cuello con uno de aquellos alambres y el accidente no fue a más de puro milagro. Una vez que supimos lo que había pasado fuimos todos a cortar los cables con una tenaza y los escondimos en una carbonera de un portal. Al día siguiente cogimos los cables y en una “manifestación” de unos veinte críos fuimos a tirar los cables a uno de los patios de la FEMSA que separaba dos naves industriales. La señora bruja al enterarse se encolerizó y comenzó a inquirir quién había sido el incitador de tal acto. La mala leche pasó a alguna de sus hijas ya mayores y pronto, los críos culpables, nos vimos acosados por culpa de aquella actuación que veíamos justa. Pronto mi padre y otros nos apoyaron porque era evidente el peligro de los cables roperos. No sé de quién fue la idea, pero fuimos todos los críos en masa a la ventana de la Sra. por la parte de atrás y empezamos a dar voces e increparla. Ella salió a la ventana a decirnos no recuerdo cuantas cosas de mocosos para arriba y cual sería la sorpresa cuando nos dimos cuenta que de la ventana del váter del Sr. Lillo se veían unas manos calzadas con unas zapatillas aplaudiendo sin parar nuestra “manifestación” Al parecer la enemistad del Sr. Lillo con la Sra. ya venía de atrás y el acto de protesta servía así mismo de venganza personal para Vicente Lillo. Recuerdo que luego cayó una tormenta impresionante en la zona y pronto nos recogimos en los portales a contar cuentos o películas.

Porque contar cuentos y películas era una cosa que hacíamos bien y en casos como aquel de lluvia o frío nos dedicábamos a contar películas que habíamos visto o historias de miedo o la vida en los pueblos de donde veníamos o veraneábamos. Cuando veíamos una película teníamos como una obligación de saber contarla con pelos y señales a quienes no la habíamos visto. Y si la habían visto dos pues los dos enlazaban su relato y lo que le faltaba al uno lo ponía el otro. El resto lo hacía la imaginación. O si no eran relatos de miedo, de apariciones, de cosas raras; de inventos, de guerras. Tengo que decir que la Colonia era un lugar con chavales muy imaginativos y por lo general buenos críos. Quizás por eso es un placer recordarlo todo de pe a pa. No había tele. Pero la primera tele que hubo en la Colonia, no sé si era el 58 o 59, fue todo un acontecimiento.

Los primeros en tener tele fueron los Brea. El padre era periodista de algún periódico y era un hombre muy sociable. Los hijos eran Ignacio y Rafa. Ignacio se parecía a su padre y Rafa a su madre. Rafa era también conocido por la caza de gorriones diaria que llevaba a cabo con su escopeta de perdigones. Alguna vez le seguí en su caza y veía cómo acribillaba a los bichos con facilidad. Luego decía que los llevaba a casa para comer. No me gustaba su forma de ser solitaria y taciturna. No inspiraba mucha confianza. Pero el padre era un hombre jovial que no dudó, una vez que tuvo la tele, de ponerla al servicio de todos en lugar de disfrutarla en privado. Los Brea vivían, repito, en la letra L 2ºIzquierda. O sea, el último patio. Llegado entonces el sábado por la noche cuando ponían los programas de El Zorro o cualquier otro programa estrella o películas, el Sr. Brea colocaba una banqueta o escalera alta en el patio de atrás y encima colocaba el televisor. Hacia las diez y media, después de cenar todos, íbamos al patio de atrás del último patio y allí nos juntábamos un centenar de personas con vino y gaseosa o cervezas y a oscuras y en silencio veíamos la tele como si fuese un cine de barrio.

(continuaré)

Vital de Andrés

LA COLONIA VI: LA MUERTE DE GLENDA

En el último patio había una especie de paso estrecho que comunicaba la parte de delante de la parte de atrás. El paso sigue estando formado por la valla y el último edificio de la colonia. Ana y yo lo cruzamos esa tarde de agosto del año 2008. Ana siguió caminando y yo entonces quedé parado fijándome en el tramo de valla del paso. Fue allí donde en aquella otra tarde lejana del 1958 estábamos sentados varios chiquillos sobre la valla que entonces no tenía ninguna pared de edificio colindante adosada, sino que daba a un descampado libre de toda construcción hasta alcanzar unos talleres de curtido de pieles que despedían un olor nauseabundo muy desagradable; cuando una de las chicas me espetó: “Se ha muerto tu hermana y no lloras. ¿Por qué no lloras?” Yo me quedé muy pensativo. Efectivamente no estaba llorando y debería de estar llorando para estos amigos. Mi hermanita Glenda había muerto y yo no sabía sacar lágrimas de aquel acontecimiento que me resultaba abrumador, pero sin saber qué hacer. Llorar quizás hubiese sido lo más normal y natural, pero no me salían lágrimas. Y los chicos esperaban que llorase o estuviese en casa encerrado o cualquier otra cosa extraordinaria. José Aurelio estaba allí y tampoco lloraba en ese momento. Éramos críos y lo natural era jugar o estar en la calle. Eran los mayores los que estaban en casa llorando y tristes. Muchos años más tarde cuando Robbie estaba embarazada de Roxana y en un fin de semana que estábamos pasando con Manolo y Alice en su casa de Blacksburg en Virginia, recordé de repente todas las escenas que tenían que ver con el nacimiento y muerte de Glenda. Hacía una noche de luna llena y por la ventana se veía el paisaje montañoso de los Allegheny, pero mi mente comenzó a proyectarse hacia el pasado y de repente estaba rememorando aquella primavera del 58 y todo lo que había pasado y comencé a llorar y llorar sin parar en el año 1984 lo que no había llorado en el 1958. ¿Qué había pasado?

Mi madre dio luz a una niña en marzo de aquel año en el Hospital del Niño Jesús en la calle Menéndez Pelayo, al lado de El Retiro. Menchu estaba en casa cuidándonos y haciendo todo aquello que hacía posible seguir vida normal dentro del acontecimiento. José Aurelio ya era uno más en la vida de la Colonia y todo parecía ir bien. La señora Aurelia, la trapera, seguía recogiendo la basura que le llevábamos y allí sentada a la vera de su carretillo que empujaba con lentitud de patio en patio, seguía escogiendo la basura y clasificándola de acuerdo a criterios de muy precaria rentabilidad económica. Mientras, el zángano de su marido, permanecía sentado en los escalones del portal sin dar golpe o leyendo el Marca. No eran gente muy mayor, pero parecían ancianos abandonados a la basura y la miseria de los trapos, el cartón y papel, la escoria, las latas y qué sé yo cuantas cosas aprovechaba la señora Aurelia, tan silenciosa, tan callada; tan resignada con aquel zángano de marido que a veces, reparaba algún que otro pote o caldero si venía a cuento; pero casi nunca venía a cuento. Una mañana cuando mi madre estaba en el hospital, la Señora Aurelia me habló y me dijo: “¿Así que la cigüeña está de camino y te va a traer un hermanito? ¿No estás contento?” En realidad no sabía muy bien qué estaba pasando con mi madre. Yo la veía engordar mucho, pero no sabía nada de embarazos o cómo nacían los niños, eso era cosa de la cigüeña y yo me lo creía, pero no sabía que mi madre iba a tener un hijo aunque algo había oído o mi padre me había preguntado algo sobre si quería un hermanin o una hermanina, pero no captaba lo que realmente sucedía. Los siete años de entonces eran años de extrema inocencia. Alguna vecina también me decía lo mismo.

Un día que volvíamos a casa después de jugar Menchu nos dijo que nos acababa de nacer una niña y una prima para José Aurelio. Al día siguiente iríamos a ver a mi madre al hospital y veríamos también a la niña. Y así fue. Al día siguiente fuimos al hospital y vimos a mi madre y a la niña allí enterrada entre las sábanas. Yo estaba contento y sólo quería que la niña fuera a casa cuanto antes. Mi madre tardó algún tiempo en volver a casa y un día cuando volvíamos del colegio allí estaba mi madre y la niña en una cuna-cesta de mimbre. La vida en el piso cambió y todas las rutinas anteriores se trastocaron. Mis padres decidieron llamarla Glenda, María Glenda, ya que como era ya consabido en nuestra familia ningún nombre escogido por mis padres era aceptado en sí mismo por el registro civil de la época, salvo que se pusiera un Manuel o José o María delante. Entonces la niña se llamaba María Glenda. Pero un día mi madre nos llamó a los tres (Rubén, José Aurelio y yo) mientras lavaba a Glenda y nos enseñó algo que nos dejó preocupados y perplejos a pesar de nuestra corta edad. Debajo del brazo de la niña, en la misma axila, había un bulto morado un tanto llamativo. No era normal aquella desfiguración en una niña de días. Había nacido con ese bulto y mi madre, con lágrimas en los ojos, nos lo estaba diciendo. “Tiene esta pupa, pero se la van a curar” nos dijo. La niña estuvo en casi un par de semanas o más. Lloraba, mamaba y dormía y todo parecía seguir el nuevo ritmo de vida familiar con un bebé sin más percances. Pero aquel bulto estaba ya estaba en la mente de todos y una inquietud se estaba apoderando de todos. “Mamá, eso se curará, ¿verdad?” preguntaba alguna vez. Y ella respondía: “Sí, los médicos van a quita y-lo y va a sanar, no te preocupes.” Recuerdo cómo mi madre vestía a Glenda y la acunaba y salíamos con ella de paseo. Pero algo no iba bien a pesar de todo. Rami y la tía Ramona pasaban con más frecuencia que nunca por casa. Había conversaciones que se silenciaban cuando aparecíamos nosotros. Las primas Marisa y Maricarmen no podían disimular que algo serio estaba pasando. Hasta en el colegio la Señorita Lodeiro se mostraba más afectuosa conmigo.

Mi madre entonces tuvo que volver al hospital con la niña. Las pruebas del tumor eran malignas, pero eso lo supimos después. Mi madre volvía al hospital para curar a Glenda y luego volvería con ella sana y sería una niña normal. Eso era lo que pensábamos los críos y aquella idea nos daba cierta alegría. Pero una semana después justo el día en que Glenda cumplía el mes mi padre nos dio la noticia: Glenda había muerto. Recuerdo que no sabíamos dónde mirar, dónde ponernos, a dónde ir. No sabíamos qué decir. Era como una terrible pesadilla que se había instalado de repente en la imaginación infantil en forma de silencio recubierto de cielo blanco, de misterio. “Tu hermanita está en el cielo”, me decía Rami o algún amigo o alguna vecina. Pero ¿qué era eso del cielo? Me imaginaba a Glenda en un mundo blanco al que se llegaba con una carroza blanca como las que veía pasar a veces desde el tranvía cuando enterraban niños y salían por la avenida de Daroca en dirección al cementerio de La Almudena. Algo tuve que llorar pero no me acuerdo. Si recuerdo a José Aurelio llorar y a mis tías y a las hijas de Rami, pero Rubén y yo no sabíamos qué cara poner en público. Al día siguiente fuimos al hospital y mi madre estaba llorando en una habitación. Luego unas monjas nos llevaron a una pequeña sala donde estaba Glenda en caja blanca muy pequeña. “Mirad a vuestra hermanita” nos dijo una monja “si veis algo rojo en su carita no es sangre, es yodo” nos dijo la monja. Luego fue el entierro. La gente pasaba por casa, luego fuimos todos otra vez al hospital del Niño Jesús y hasta allí llegaba el coche carroza blanco y pequeño para luego irnos todos en taxi hasta el cementerio de la Almudena y allí, en aquel cementerio tan grande como una ciudad, quedó Glenda en una tumba de tierra junto con otros niños y con una cruz que decía “A nuestra querida Glenda: Glenda Andrés Díaz que subió al cielo el___de abril de 1958.” Fuimos a ver esa tumba más veces, pero luego con el tiempo dejamos de ir al cementerio. A veces miraba un recordatorio de Glenda, una especie de estampa, donde se veía un ángel subiendo al cielo en un lugar muy limpio y solitario, un lugar parecido a aquella sala del hospital donde reposaba la niña con los ojos cerrados como si estuviese dormida, una carina redonda y tranquilina que siempre quedó en el recuerdo.

“Se ha muerto tu hermana y no lloras. ¿Por qué no lloras?” No todos lloramos al mismo tiempo y no todo lloro se traduce en lágrimas. La explosión de lágrimas se habría de producir en el futuro, en la habitación de Blacksburg, Virginia 26 años después mirando a un paisaje de luna llena con Robbie en la cama durmiendo y con Roxana en su cuerpo que nacería tres meses después.


(seguiré)

Vital de Andrés

LA COLONIA: EPISODIO VII

Un día otoñal estábamos jugando cuando de repente Juani y Clemen y José y Quique empezaron a gritar, “¡Que viene el abuelo!¡Vamos a ver el abuelo¡” Rubén y yo quedamos perplejos, ¿el abuelo? ¿qué abuelo? Así que fuimos corriendo con ellos hasta llegar a la entrada de la Colonia. El abuelo era un mendigo ya viejo y con barba blanca que usaba un bastón y tenía un perro mastín que lo acompañaba. Todos los chicos de la Colonia parecían querer al abuelo como si fuera el abuelo de todos nosotros. El señor entonces se puso a hablar con nosotros preguntándonos cosas sobre cómo iba el colegio y nuestros padres y quiénes éramos los nuevos y de dónde éramos. El abuelo hablaba como un hombre sabio y contaba cosas de los sitios por donde había estado y cuando era chaval. La gente mayor de la Colonia le iba dando dinero al pasar. El abuelo era conocido por todos. Luego se fue y ya nunca más volvió.

En aquel mismo otoño despertamos por la mañana en un fin de semana y vimos que todos los descampados circundantes a la Colonia estaban llenos de ovejas. Miles de ovejas por allí pastando la poca hierba verde que había. También estaban los pastores con sus perros. Recuerdo que los pastores comían pan y tocino. Pasaban una noche o dos en la zona y más tarde e iban con sus rebaños carretera Aragón en dirección a Madrid. Pero luego durante el año aparecían más pastores y más rebaños, pero algo más pequeños y permanentes. Había por aquella época mucho descampado en la zona de Ciudad Lineal para albergar rebaños, así que aquellos pastores lo aprovechaban de una forma más sedentaria. Creo que todavía hoy los rebaños de ovejas pasan por la Calle Alcalá y cruzan el centro de Madrid, pues parece ser que la calle Alacalá (antes carretera de Aragón en el tramo Ventas-Canillejas), sigue siendo cañada real. http://www.20minutos.es/noticia/66965/0/ovejas/alcala/madrid/
En otra ocasión, en el mes de octubre, vimos la llegada de los carromatos de los húngaros. Los húngaros eran gitanos de fuera de España y cuando llegaban formaban un campamento de carromatos y allí llevaban su vida extraña y exótica para nosotros. No se producía ningún contacto entre ellos y nosotros salvo cuando organizaban alguna sesión de circo y entonces íbamos todo el barrio a verlos y cuando pasaban el platillo les dábamos algo. Recuerdo que hablaban algo así como francés.

En la Colonia nos llamaba así mismo la atención un piso vacío y cerrado a cal y canto del tercer patio, o sea, nuestro patio. Era en el portal F bajo derecha. Lo misterioso del tema era que algunas veces llegaba un señor en un seiscientos con una señora y se metían en el piso. Después de un rato salían y se iban en el seiscientos. Luego íbamos nosotros y tratábamos de mirar por alguna rendija de las ventanas a ver si veíamos algo dentro. Nos parecía el piso de algún ladrón o criminal o persona que se escondía de algo, pero nuestros padres no decían nada cuando les informábamos del tema o de las idas y venidas del seiscientos. Mientras vivimos en la Colonia el piso de la letra F siguió cumpliendo su cometido. En el año 2008 sin embargo el piso ya estaba abierto y habitado. Qué extraño es el mundo.

La merienda típica en Madrid era el pan y chocolate. Todos merendábamos y comíamos pan y chocolate o pan untado de margarina o mantequilla con azúcar. A veces alguno comía un bocadillo de sobrasada o sobresada que era algo así como embutido picado. Nosotros también comíamos merienda y solía ser el pan con chocolate o la mantequilla o, a veces, queso. Un día un chaval del primer patio nos anunció que su madre vendía chocolate y que dentro del chocolate había premio. Así que empezamos a comprarle tabletas de chocolate con leche, con almendras o también a la taza. La marca de chocolate era Magaz y dentro, la “sorpresa” era que podía haber una moneda de dos reales con agujero, dentro de la onza que estabas comiendo. No era una idea muy brillante el meter una moneda así dentro del chocolate y de echo más de uno casi se rompe algún diente al morder de forma inconsciente. Aquello duró un año o así y pronto se nos olvidó el chocolate Magaz. Mi madre normalmente compraba en la tienda de ultramarinos de Casa Rabanal, una tienda muy surtida que hacía esquina entre Paradisea/Albarracín y la Carretera de Aragón . Pero años más tarde empezaron a comprar en la tienda de Germán. Germán había sido barman en La Ochava y al ir fracasando esta como bar popular de barrio para convertirse en tasca de borrachos, pues Germán se independizó y puso una tienda de ultramarinos que tuvo cierto éxito y duró años por venir, pues en 1984 todavía funcionaba. Todavía no había supermercados.

Los domingos mi padre, cuando estaba en Madrid, nos llevaba a la filatelia de la Plaza Mayor. Rubén coleccionaba sellos y era muy aficionado a estas visitas. Otros chavales como Fernando Jiménez o Juani y Clemen o Felipe Iglesias, también coleccionaban. El padre de Juani y Clemen, trabajaba en la relojería Girod que estaba en la misma Plaza Mayor y siempre que veíamos el letrero nos acordábamos de él. Otros domingos nos llevaba al rastro. Del rastro tengo recuerdos muy variados. Me parecía un lugar de venta un tanto chabacano. Había mucha chatarra y cosas viejas y gente que vendía ropa usada o muy barata. Luego aparecían señores agitanados que anunciaban algún muñeco sujeto a un palo que salía y entraba de nuevo por el cilindro de un bote al tiempo que tocaban un pito desagradable para hacer bailar al susodicho muñeco. Otros vendían San Pancracios que daban pan y trabajo. El rastro era enorme, parecía que nunca se acababa.

En cuanto a ropa en casa solíamos vestir con la ropa que nos hacía mi madre. Mi madre nos hacía los pantalones, siempre cortos, los calzoncillos (hasta que llegaron los slip), las blusas, los jerseys, los pijamas, etcétera. De aquella no existía el pret a porter o si existía era caro. Todas las madres tejían jerseys o remendaban pantalones sin tregua. Todos usábamos pantalón corto hasta los 14 años más o menos. Sólo los niños gitanos llevaban pantalón largo que yo recuerde.

En casa se escuchaba la Radio Pirenaica. Todas las noches mi madre ponía la Pirenaica y nosotros también la escuchábamos. A través de la Pirenaica sabíamos que había otra España que era enemiga de Franco. La Pirenaica hablaba de problemas de campesinos, de obreros, de alguna huelga; de lo bien que vivían en Rusia. También solía poner radio Pekín, y, según Pekín todo era una maravilla en la China comunista de Mao. Recuerdo que una vez contaba cómo un campesino de la China profunda se emborrachaba con frecuencia y llegaba a casa como una cuba y molestaba a su familia insultándolos. Pero este campesino empezó a asistir a las reuniones del Partido y a sus clubs sociales y pronto comenzó a regenerarse. En el local del Partido le decían:”No bebas más vino, nunca más bebas vino” Y al final era un hombre nuevo. Aquella mitología comunista nos iba dando una formación paralela y opuesta a la educación que recibíamos en el colegio de Las Mercedes y más tarde el Mater Dei. En casa eran ateos y de izquierdas declarados pero muy disimulados, yo diría que clandestinos. Mi hermano Rubén y yo sabíamos que nunca podíamos decir a nadie que en casa se oía la Pirenaica. Lo teníamos estrictamente prohibido. Así que un día que un tal Capell, que vivía encima del Cine Las Vegas, me dijo que en su casa oían la Pirenaica yo eché a correr a mi casa a decírselo a mi madre. Aquello era todo un acontecimiento, pero ya estábamos en el año 60. Algo empezaba abrirse y yo ya estaba empezando a crecer.
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LA COLONIA. EPISODIO VIII: LA SANTA COMUNIÓN Y LA MISA OBLIGADA DE FAEL

El colegio Nuestra Señora de las Mercedes siguió hasta el año 1958. El curso 1958-59 ya fue el el Colegio Mater Dei. No obstante mi preparación catequística para hacer la primera comunión católica estuvo a manos del Colegio de Las Mercedes y de sus entregadas profesoras, muy católicas ellas. Isabel y Carmen nos llevaban a la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción en Pueblo Nuevo, en los comienzos de Arturo Soria, y allí el párroco y otros nos examinaban de catecismo. Pero como el catecismo era una de las cosas que más se exigía y enseñaba en el colegio, las pruebas debieron de ser satisfactorias. Ahora quedaban los detalles. Todo el mundo haría la comunión en traje de marinero o de mariscal general, lo que no se esperaba era que alguien lo hiciera con traje normal de calle. Y ese, por desgracia, era yo. Mi madre pensaba que ya que había que tragar con aquel ritual católico y doblegarse al sistema que lo imponía, no se saldrían con la suya en cuanto a cómo iría Vital de Andrés vestido para tal pantomima. Así que iría vestido de calle y eso mismo dije o se dijo, que no me acuerdo bien, a Don Rafael el director y a sus profesoras. Que yo fuera a comulgar de esa manera no era una cuestión trivial que se pudiera soslayar fácilmente. Aquella decisión rompía todas las normas de la ceremonia, donde nadie, absolutamente nadie, iba a ir de calle y además de pantalón corto. Durante las ceremonias de ensayo en la iglesia probaron diferentes posibilidades, ¿podría hacerlo de forma disimulada entre varios o después de la ceremonia se podría esperar un poco y entonces, disimuladamente iba yo? Las Señoritas Isabel y Carmen estaban malhumoradas e incómodas conmigo. Intuían que esta era una posible venganza personal de mi madre quien se sabía no iba nunca a la iglesia y no mostraba el mínimo interés en todo aquello. Así, de esta manera, yo me convertí en un obstáculo para tan trascendental acto católico llamado la Primera Comunión. Incluso el párroco, Don José, se mostraba molesto conmigo. Don José tenía excelentes relaciones con el colegio y con Don Rafael en especial. A veces venía a hablarnos de Dios a la clase y nos contaba historias piadosas de santos como San Tarsicio que había sido un niño mártir o Santa Margarita María de Alacoque y otros. http://webcatolicodejavier.org/SanTarsicio.html
http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm

Pues entre uno y otro llegó la víspera de la Santa Comunión. Todos los críos que teníamos que comulgar ya habíamos sido aleccionados en cuanto al ayuno que había que mantener de 12 horas, creo que eran 12 horas. También habían solucionado mi caso. Me pondrían el último de la fila junto con otro chavalín que iba de con un traje de comunión gris y así pasaría desapercibido y no rompería la estética establecida. Mi prima Marisa también hacía la primera comunión, pero ella lo tenía todo más fácil. Seguro que algunos padres habrían visto mi presencia en traje de calle corto como una falta de respeto hacia tan importante ceremonia y un estorbo para la foto oficial. El caso es que el domingo por la mañana mi madre tenía preparado un desayuno suculento. Yo quedé petrificado. ¡No debía de comer nada en 12 horas! Pero mi madre me dijo: “Come fiyín, come como Dios manda que Diosín no te va a castigar por eso.” Así que desayuné con gana y apetito y mi padre me llevó a hacer la Primera Comunión a contrapelo. Llegamos a la iglesia y todo fue tal como se había organizado en los ensayos. Yo llegué el último junto con el que vestía de gris y todo solucionado. Al final mi padre me sacó una foto que obra en el álbum familiar con mi misal blanco y mis guantes ídem. Luego me compró un helado en un puesto de la Cruz de los Caidos y así cumplí yo, Vital de Andrés, con el precepto católico.

Católicos eran Jose y Quique. Sus padres los apuntaban a todas las actividades de la parroquia y formaron parte del grupo llamado Los Tarsicios que veneraba a este santo. La Srta. Lodeiro no paraba de enseñarnos historia sagrada. En primavera nos llevaban a adorar a María y rezar el rosario en una casa de ejercicios espirituales no muy lejos de la parroquia, al otro lado de Arturo Soria. Pero el Colegio de Las Mercedes tenía los días contados. Se rumoreaba que había habido fuertes discusiones entre Don Rafael e Isabel en cuanto a la forma de llevar el colegio y algunas otras cosas que nunca llegaron a saberse bien. Una de ellas fue tan fuerte que casi se llegan a las manos. El caso es que Don Rafael anunció a todos los padres que el Colegio se cerraba pero que se abrirían dos colegios en los pisos recién construidos de la misma calle Caunedo. Uno sería el colegio Pió XII, regentado por las hermanas Isabel y Carmen; y, el otro sería el Mater Dei. El primero ocuparía un piso y el segundo dos pisos adyacentes en la parte alta de la calle. Nosotros optamos por el Colegio Mater Dei y Alvarito Herradón, el vecino de enfrente y mis primas optaron por el Pió XII. Según supe un año más tarde Carmina Lodeiro había cambiado de método pedagógico y ya apenas pegaba. A mi siempre me pareció que Carmen Lodeiro sufría de complejos y neuras diversas de un modo intenso. Que lo hiciese pagar con sus alumnos de modo tan cruel a base de palos es algo que costaría mucho perdonárselo. Don Rafael era buen profesor y aprendíamos cosas con él. No obstante su ira podía con él y en cualquier momento la podía emprender a palos contra toda la clase y no tenía compasión. En esos momentos sentíamos verdadero terror. Y era una pena porque de otra manera Fael (como le llamábamos nosotros) no era mal profesor. Por otro lado tenía su lado fanático católico y falangista y posiblemente su complejo por ser pequeño de estatura. Su veneración a Franco era cosa sabida. Fael tenía la clase estructurada de tal manera que atendía a primero y segundo de bachillerato además del grupo de ingreso que compartía con su hermana Teresa. El otro hermano, Don José Luís, daba clase a los terceros y cuartos. Aunque también daba algunas asignaturas (gramática, política y gimnasia) a los primeros y segundos. Don José Luis era falangista de vocación y daba las clases con cierto entusiasmo. Al contrario de su hermano, Fael, Don José Luis no pegaba con tanta saña y no parecía un hombre cruel ni por asomo. Luego estaba la Srta. Antoñita, la mujer de Fael, quien poseía un toque un tanto cursilón, pero que tampoco iba más allá en cuanto a maltrato. Ella enseñaba francés y tenía niñas preferentemente, aunque el colegio en sí fue derivando a mixto. Las niñas se sentaban en un sitio y los chiquillos en otro, pero en la misma clase. Recordemos que la Srta. Antoñita era hermana de Isabel y Carmen o Carmina como también solíamos llamarla.

Pasada la pesadilla del Colegio de las Mercedes empezó otra etapa no por ello menos violenta con las clases de Fael. Don Rafael tenía el don de saber contar la historia de un modo entretenido. También explicaba bien las matemáticas y los inventos científicos. Nos hacía estudiar geografía memorizando las capitales del mundo y los ríos y las montañas, junto con lagos y mares. En historia de España aprendíamos dónde estaban las capitales de provincias, y recitábamos cabos y golfos de pe a pa. También aprendíamos romances de memoria y así es que sabíamos el Abenabar, Abenabar moro de la morería y El Pirata de Espronceda y otros muchos que ya se me han olvidado. Pero había otra práctica que nos gustaba: era la lectura de libros en voz alta. Fael dejaba que trajéramos algún libro y luego él decidía qué libro leer. Una vez yo llevé un libro que me había gustado mucho: La Historia de Los Pieles Rojas, de autor que no recuerdo pero que publicó en su día Colección Historias de Bruguera. Cuando se lo presenté a Fael, este lo cogió lo miró y de repente comenzó a aullar como un indio de película: “Auuuhh, auhhh, que vienen los indios”, luego me lo devolvió con sorna: “Trae otro libro, los Pieles Rojas, ¡no se ha molao con Vital!” Yo me puse colorado de rabia y vergüenza, pues aquel libro era bueno y hablaba de los indios como si fueran personas normales, pero Fael, vivía los prejuicios y practicaba lo más odiado en su profesión: tener manía a cierta gente y hacerles la vida imposible a ser posible.

Uno de ellos se llamaba Enrique Royán. Este chaval era algo cojo y tenía la cabeza un poco grande. Era un poco despistado y se le daba mal aprender. De otra manera era un cacho de pan que tuvo la mala suerte de caer mal a Fael. Había otros contra los que Fael sabía descargar su ira a base de palos y bofetadas dadas con más saña que a los demás. A Enrique Royán lo vapuleaba diariamente. Primero lo sacaba para que hiciera un problema en clase o respondiera una pregunta memorizada. Royán se ponía nervioso y no daba pie con bola. Entonces Fael le comenzaba a atizar con el palo en las piernas o en el culo o poniendo los dedos. Otras veces lo sacudía a bofetones. A mi me daba pena de Royán, pero no había nada que hacer y sus padres no creo que supieran lo que estaba pasando. Cuando había rueda de bofetones, cosa que era bastante frecuente, la forma de pegar de Fael era muy peculiar. Si llegaba el turno a Bastida los bofetones sonaban hasta la Cruz de los Caídos, pero cuando llegaba a Fidelín tan sólo le rozaba. Fael tenía buena amistad con el padre de Fidelín y este gozaba de especial inmunidad. A mi me caían en clave rabiosa por algún motivo que poco a poco fui descubriendo. Fael no había olvidado lo de la Primera Comunión, y, por otra parte el ser asturianos de Langreo para él tenía especial significado. Había ocasiones en que cuando salíamos en fila él se ponía delante de mi o de mi hermano con el puño en alto al modo comunista. “Camaradas”, decía, pero no era en broma. Sus manías persecutorias podían tener un cariz peligroso en esa época de franquismo todavía profundo. Sabía que no íbamos a misa y eso no podía soportarlo en nosotros. Algo sabía de nosotros, de Rubén y yo, que no lo llevaba nada bien y tenía que ver con mis padres y su postura anticatólica. Un día nos llamó a mi hermano y a mí aparte y nos dijo lo siguiente: “ Sé que no vais a misa y eso no puedo consentirlo, como sé que vuestros padres nos se preocupan por ello, yo os voy a llevar a misa por mi cuenta. Os quiero ver en la esquina de Caunedo con García Noblejas todos los domingos a las 10:45 a partir de ahora. Yo mismo os llevaré a la iglesia a la misa de once.” Y así fue por muchos meses hasta que cansó o quizás otro incidente que enseguida contaré le hizo aflojar las amarras.

(seguiré)

Vital de Andrés

LA COLONIA IX: EL PROGRESO

Cuando empezamos a asistir al Mater Dei el barrio ya estaba cambiando de forma rápida. La misma calle Caunedo había sufrido una transformación con la construcción de pisos a lo largo de toda su margen derecha. Los colegios Mater Dei y Pío XII eran pisos en esas mismas construcciones adaptados como aulas. Con esos pisos fueron llegando más gente y algún que otro negocio: una panadería-bollería, una peluquería que sigue estando allí pero ahora unos metros más arriba y que de aquella llevaba un peluquero cuyo hijo que hacía de aprendiz, tenía un ojo tuerto. Más bajo seguía estando la carpintería de Cebollero con sus sierras a pleno rendimiento. Curiosamente el negocio de Cebollero sigue presente en la calle aunque tiene una parte en frente de donde estaba situado, pero ahora parece ser un puesto de venta en lugar de taller. Cebollero tenía una hija y un hijo más pequeño, la hija venía al colegio de Fael con nosotros. La calle Paradisea ya abandonaba ese nombre definitivamente y se convertía en Albarracín. Ahora, en el 59, se habían ya terminado los bloques de pisos a la margen derecha más abajo del Bar Navío (hoy Bar de Los Hermanos) en dirección a la FEMSA. En esos bloques de tres pisos, Germán el de La Ochava, como ya hemos mencionado, puso su tienda de ultramarinos. A esos pisos vinieron a vivir entre otros la familia Colmeras. Los Colmeras eran varios hermanos, pero quien destacaba era Antonio, el mayor, de la edad de Rubén. Antonio ya no encajaba en lo que había venido siendo el estilo de los chavales del barrio. Aunque se relacionaba con nosotros él no podía entrar en La Colonia por no vivir allí por ser la esta propiedad privada. Rufino el guarda no lo permitía, aunque cuando se vio limitado a su función de guarda nocturno; la Colonia pasó a ser un coladero de chiquillos de fuera.

El Antonio Colmeras no era trigo limpio. Tenía las dotes de un potencial delincuente: no veía a las personas por su valor intrínseco, sino por las posibles ventajas personales que podía sacar de ellas. Recuerdo su cara con esa mirada ausente de inocencia a pesar de su edad que parecía estar diciéndote continuamente: “pero tú de qué vas tío, eres imbécil o qué.” Luego estaba esa sonrisa falsa y torcida que ya indicaba maldad y engaño. Colmeras fue una fuente de problemas para el barrio. En poco tiempo ya estaba metido en peleas y en algún que otro robo de dinero, nos contaba chistes sexuales que nosotros todavía no alcanzábamos y nos parecían brutales. Además tenía la maligna cualidad de saber cómo dividirnos para sacar ventaja a su favor. Pero también había llegado Juan Manuel, un chaval majo y listo con mentalidad aventurera y ávido lector de novelas. Juan Manuel era algo avanzado también en cuanto a culturilla, pues sabía mucho de todo y tenía inclinaciones intelectuales. Su padre le conseguía caros juguetes japoneses de pilas por razones de su trabajo y aquello era el no va más de modernidad para nosotros. Por otra parte, en la Calle Caunedo esquina García Noblejas aparecía la librería-juguetería “Zapardiel” con un diseño moderno de escaparates amplios. Más allá , en García Noblejas dirección Cruz de los Caídos, estaba el bar Convair, con un avión Convair encima de la entrada, signo de modernidad. El Convair era ya un bar moderno de barra americana y cierto estilo estético futurista. Un poco más allá aun, en la esquina García Noblejas-Carretera de Aragón y ya en la misma Cruz de los Caidos, estaba el bar-freiduría Cordero. Cordero era ya la freiduría moderna madrileña con un servicio rápido de cañas, calamares fritos, gambas al ajillo o a la gabardina, boquerones, mejillones, etcétera. “Marchando una de calamares. ¿Qué desea el caballero?” y cosas por el estilo. Mi padre nos llevaba alguna vez al Cordero, pues era un sitio que le gustaba por esa prestancia en el servicio. .Y luego, siguiendo la carretera Aragón (hoy Alcalá) en dirección Albarracín, estaba la carbonería de Sánchez y el taller de bicis “Ciclos Cano”. La tienda de Rabanal seguía haciendo esquina entre Albarracín y carretera Aragón, pero ya iba perdiendo importancia.

Un poco más lejos ya sobresalían los “rascacielos” de San Blas, pero todo a lo largo de García Noblejas, a un lado y otro se iba construyendo sin cesar. En cuestión de un par de años lo que había sido descampado y dehesas o fincas medio abandonadas se iba transformando en bloques de pisos que iban solucionando las penurias de vivienda de muchos madrileños o más bien inmigrantes de provincias. No hablemos ya de las zonas interiores de la carretera Aragón en dirección Ventas, Pueblo Nuevo (ahora Alcalá), cuando Felipe Navío y yo íbamos a explorar esas zonas era increíble la cantidad de construcción que se estaba realizando a toda prisa. El barrio de la Concepción se extendía sin fin y ya había una boca de metro con ese mismo nombre, y que nuestra familia ya usaba con frecuencia siempre que había que ir a Madrid, a pesar de la caminata que implicaba. Recuerdo que cuando volvíamos a casa por ese trayecto de metro nuevo, siempre pasábamos por una calle donde había un taller de pintor de carteleras de cines que siempre estaba abierto, incluso domingos de noche; y veíamos sus trabajos recientes que habrían de ser expuestos en los cines. En general recuerdo aquel Madrid en expansión como un Madrid pujante y en progreso hacia una modernidad cuyo referente eran las películas americanas. A veces los amigos salíamos a explorar y teníamos muchísimo que explorar porque incluso el Barrio del Negro empezaba a desaparecer y las calles se iban asfaltando o urbanizando a todo meter. La nuestra, Albarracín, se adoquinó con adoquín fino, por aquellas época. Luego fueron Caunedo y otras. El autobús 5 pasó a ser otro número y lo alargaron a Canillejas. Eran tranvías largos modernos de marca Fiat. Nunca entendí por qué al poco tiempo se deshicieron de aquellos tranvías tan buenos, rápidos y modernos. Para mi el sentir de esa época de transformación se reflejaba también en las colecciones de libros que salían publicados. Leíamos la colección Historias de Bruguera, con todas las obras de Julio Verne en letra adaptada e ilustraciones como de tebeo. Leíamos Ben-Hur o las novelas de Dickens, o Mark Twain y nuestra imaginación rebosaba. Parecía que en Madrid había futuro, mucho futuro.

Al Mater Dei de Fael empezaron a matricularse gente nueva: recuerdo a Gregorio Segovia, a Fernando Ortea, a los hermanos López Garrido (Ignacio y Diego el mayor) http://www.google.es/search?client=firefox-a&rls=org.mozilla%3Aes-ES%3Aofficial&channel=s&hl=es&q=diego+lopez+garrido&meta=&btnG=Buscar+con+Google
Ignacio estaba conmigo en la clase de Fael y practicaba un deporte moderno: judo. Diego iba con Rubén a la clase de Don José Luís. No estuvieron más que un curso y medio. Luego se fueron y les perdí la pista. Estaba también Felipe Navío ya mencionado, Arturo Arjonilla, Eduardo Arce y la hermana los dos de la Colonia, del cuarto patio. Su padre era cartero y provenían de Villasandino en la provincia de Burgos. Luego estaba Manuel Sámara el cual se pasaba mucho tiempo de clase haciéndose pajas a escondidas bajo el banco. No podía aguantarse, decía él. También estaba un chaval listo llamado Pedro Calvo, muy mimado por Don Rafaela otros que ya no recuerdo. En cuanto a las niñas estaba la hermana de Eduardo Arce, una chica muy tímida y delgada, que siempre que Don José Luís nos mandaba corregirnos unos a otros las faltas de ortografía que iban saliendo, esta chica siempre me escogía a mi para corregirme y siempre era muy generosa conmigo anunciando menos faltas de las que tenía. Era muy tímida y me parecía feucha, pero en realidad no lo era. La recuerdo con cierta pena, parecía muy buena chica y yo le caía muy bien. Eduardo era también muy buen chico. Estaba una tal Mari Carmen de ojos brillantes que vivía en una zona nueva de Pueblo Nuevo y de la cual yo me enamoré perdidamente y siempre que podía iba con Felipe Navío a visitar su barrio con ganas de verla por allí, pero que nunca lo conseguía. Como ya eran los años 60 y 61, el Duo Dinámico habían sacado la canción “Mari Carmen” y entonces tenía la canción metida en la cabeza todo el tiempo: “Y Mari Carmen dijeron todos, su reír, su mirar / Cautiva a todos los corazones, laralaralaralarala” Los ritmos americanos del primer rock ya empezaban a sonar por las radios y la televisión de blanco y negro. Se oía que había salas de fiestas con mucho ambiente moderno por la Prosperidad y los estudiantes como Vicente Lillo, hijo de Enrique Lillo el abogado, nos abrían las puertas a otros horizontes muy lejos de la atmósfera franquista que habíamos respirado hasta el momento. Eran aires nuevos, nueva imaginación, optimismo de futuro. Vicente Lillo nos dio clase particular un verano a Rubén y a mí. Yo había suspendido Geografía y Matemáticas t Vicente Lillo me metió geografía de España hasta los codos. Hice problemas de matemáticas como un león y en septiembre aprobé. La geografía la había suspendido cientos de alumnos en el Ramiro de Maeztu (íbamos por libre, como la mayoría de aquel Madrid carente de institutos de enseñanza media), porque no fuimos capaces de contestar a la pregunta de ¿qué es la trashumancia? Y era geografía lo que mejor se me daba y vaya si sabía en la práctica lo que era la trashumancia pues las ovejas pasaban delante la Colonia todos los meses de noviembre, pero la palabreja era lo que importaba al Sr. Catedrático. Vicente Lillo daba esas clases para sacar un dinero e irse a las fiestas del pueblo a los encierros de toros de Almodóvar del Campo (Ciudad Real) que eran en septiembre. Pero Vicente nos inculcaba ideas modernas que hacían de Fael y su ideología fascista una sombra siniestra que nos deformaba.

(seguiré)

Vital de Andrés

LA COLONIA X.: LA SANTA VENGANZA

Los que íbamos a la clase de Fael sabíamos cuando estaba de malas. Las lenguas, buenas y malas, decían que no había muy buena relación entre la Srta. Antoñita y Don Rafael. A veces Fael amanecía con una expresión tensa, algo así como si una rabia infinita le estuviese corroyendo y entonces ese día nos llovían palos casi seguro y bajo cualquier pretexto. Tenía la costumbre de dejar a alguno de sus favoritos de guardián mientras él se ausentaba de clase por cualquier razón. Solían ser Bernardo Cañas, Fidelín u otros. Había una parte de la clase en la cual alguien que dibujaba bien, salía al encerado y dibujaba el tema del día. Los temas variaban, pero se centraban en la historia de España y en la reciente historia de la guerra civil. Fael era fanáticamente franquista. Su pasado sospechábamos habría sido falangista, pero Fael llevaba mal su estatura; su cuerpo guardaba proporciones de adulto pero en escala diminuta. Era demasiado bajito para un hombre que pretendía ser demasiado hombre. Los dibujos eran sobre los conquistadores de América, sobre escenas de José Antonio, Franco, el estudiante Matías Montero muerto vendiendo periódicos falangistas antes de la guerra del 36; algún santo o santa, o también, eso hay que agradecérselo, de inventores o prohombres de la historia con alguna escena importante de su biografía. Esta era la época en que ya dejaba de llevarnos a misa a Rubén y a mí los domingos y parecía que las cosas se iban ablandando. No obstante todavía me soltaba de vez en cuando alguna frase con sorna sobre mi padres que no iban a misa o levantaba el puño en clave comunista para recordarnos que sobre nosotros recaía alguna sospecha de herejía de la gorda. Fernando Jiménez, ya lo he mencionado, llevaba sufriendo larga persecución por ser protestante, y, después de serias discusiones de despacho con su padre presente, se vio obligado a dejar el colegio. Para ser justos Don Rafael podía ser una persona simpática, con mucha dosis de ironía o humor y las clases, en muchas ocasiones, podían resultar entretenidas e interesantes llenas de anécdotas y cierta profundidad; pero en ocasiones tenía salidas de irracionalidad de taberna, de arrebatos humilladores, de total crueldad y violencia con aquel a quien tenía manía u odiaba.. Había cosas que no soportaba. Había cosas absolutamente sagradas que no podía transigir. Fuere lo que fuere aquella mañana Don Rafael dio la clase con toda normalidad y no parecía que nada anormal le estuviere afectando. Yo, de hecho, empezaba a sentirme más cómodo en sus clases.

Aquella clase de un día de la primavera del 60, todo iba normal. Pero en un momento dado hizo lo que solía hacer, se ausentó y dejó encargado al que estaba dibujando la escena del día encargado de apuntar a los que estaban hablando. Era una vieja costumbre del colegio y ya sabíamos que si quedábamos apuntados, o una de dos, o nos caía una ristra de hostias, o; de lo contrario nos quedábamos sin recreo o una hora más o las dos cosas a la vez. Así que Fael se ausentó y unos hablaban y otros no y todo dependía de la amistad o gracia del apuntador. En un momento dado cual fue mi sorpresa al ver mi nombre apuntado en el encerado sin saber por qué, que sin más cogí e hice una pelotilla y la tiré al encerado con mano ciega. Pero la mala suerte quiso que esa pelotilla fuese directamente al cuadro de Franco que junto José Antonio a un lado, presidía la clase en el centro mismo de la pared por encima del encerado. Como la pelotilla estaba mascada y con saliva se quedó allí pegadita cerca del rostro santificado del Generalísimo. Pegada en el cuadro y sin posibilidad de quitarla. Horror.

No tardó mucho tiempo en aparecer Don Rafael. Entró y lo primero que vio fue la pelotilla allí pegada o clavada, diría yo. Se quedó quieto y vimos, toda la clase, cómo su rostro iba transformándose de un color pálido a otro rojo de ira y ahí, justo ahí en la ira, santa irá de camarada falangista; fue donde quedó. Todos estábamos aterrorizados, acojonados. Todos conteníamos la respiración porque sabíamos que iba a pasar algo y algo gordo. Don Rafael se puso en frente de la clase y con voz hueca, dura, áspera, seca y tensa (todo al mismo tiempo) preguntó:
“¿Quién ha tirado esa pelotilla a Franco?” Luego repitió “Nadie sale de esta clase sin yo saber quién tiró esa pelotilla al Generalísimo” Y luego, “Por el bien de todos, es mejor que el que haya sido salga, de lo contrario empezaré a castigar uno por uno.”
Yo entonces pálido, nervioso hasta el paroxismo decidí levantar la mano y así evitar cualquier daño o castigo a mis compañeros. Don Rafael me mandó salir al frente murmullando algo así como: “Tú tenías que ser.” Así que salí al frente y lo primero que sentí fue que caía al suelo. Me levanté aturdido y otro bofetón me tumbo contra un banco. Sangraba por las narices y no acertaba a saber qué me estaba pasando. Me siguió arreando y yo entré en un estado de paroxismo total. Debió de asustarse porque entonces me cogió del brazo y me dijo: “Ahora siéntate ahí”, indicándome su silla y dándome su pañuelo para que me secara la sangre.. Y allí quedé por un tiempo. Todos en silencio. Silencio total. Terror. Luego me mandó volver al sitio con el pañuelo cubriendo la nariz. Tenía los oídos zumbantes, pero no sentía nada. Mi estado era de total indiferencia. No sentía nada: ninguna emoción, ningún sentimiento. Podría haberme vuelto contra Fael y estrangularle con toda tranquilidad sin remordimiento alguno. Pero quedé sentado en el pupitre y de repente empecé a llorar, rompí a llorar de rabia contenida. Cuando la clase acabó, no contento con la paliza, Fael, Don Rafael, Don Rafael de Uña Mata, me mandó esperar y me dijo que me tenía que quedar hasta las siete todos los días de aquella semana. Y así fue.

Yo no sé si en mi casa se habían enterado, no sé si Rubén se había enterado de la paliza brutal. El día de hoy que no sé si dije algo en casa o no lo dije o no supe decirlo o cómo decirlo. Las cosas siguieron como si no hubiese pasado nada. Era una época en que se hacía siempre más caso al profesor que al chiquillo. Era lo normal, pero aquello no había sido normal.

(seguiré)

Vital de Andrés

(Cuando acabé el curso siguiente ya volvíamos a Asturias, pero en Asturias me esperaban las venganzas terribles y violentas de un cura sádico que también la tomó conmigo y me machacó a palos lo que pudo. Y el cura también objetaba que conocía a mi familia y sabía quienes éramos. ¿Quiénes éramos? Pero ese será otro tema futuro).

LA COLONIA XI: AQUEL VERANO DEL 58

Los veranos de la Colonia eran una auténtica orgía de juegos para los críos. Empezábamos por la mañana bien dormidos, poníamos un pantalón de deporte y un niki con unos playeros, y ya estábamos listos para emprender una guerra de pistolas de agua entre grupos o bandas que se iban formando a lo largo de la mañana. A veces no poníamos ni niki y andábamos medio desnudos jugando como cosacos hasta la hora de comer. Los patios de la Colonia estaban cubiertos por chopos de hojas grandes que hacían de sombrilla en esos calurosos veranos madrileños. Luego, la parte de atrás de la misma, estaba casi siempre sombreada por los edificios. Una guerra de pistolas de agua implicaba usar los registros de conexión de mangueras de los patios y de ahí cargar de munición los depósitos de las armas. Así que tres o cuatro registros de agua quedaban abiertos para tal efecto y la guerra seguía sin tregua. La posibilidad de vencer a un enemigo y competir con él con mejores armas era lo que daba estímulo a la mayoría de los juegos. Sin ese elemento de competitividad los juegos perdían interés o se convertían en juegos de “niñas”, aunque algunas niñas eran buenas guerreras también y menospreciaban los juegos de “la cocina” o de “las muñecas para jugar a juegos de “niños” donde se pasaba en grande. A veces niños y niñas jugábamos a “los médicos” y entonces había en ello un elemento de morbo cuando se tocaban o se veían ciertas partes. Se jugaba muy pocas veces a “los médicos” y, cuando ello ocurría, solían ser los más mayores los que más interés y morbo ponían. Recuerdo que una incitadora de este juego era Ester, una chica andaluza de la familia del conductor de metro que eran de Córdoba y eran muchas hermanas, todas ellas muy lenguaraces y cotillas. Ester era un par de años más mayor que yo y tenía ese sentido materno de curar a los niños más pequeños desnudándolos, para luego simular lavarlos en un barreño y así vestirlos limpios y curados. Pero había otros juegos mixtos donde niñas guapas como Isabelita, o Mari Sol, o Piedad o Pili se unían a nosotros para jugar al “rescate” o a “policías o ladrones”. Parte del mes de junio y todo julio transcurría así. Lo único que se interfería en más juego eran las horas de siesta. En aquel Madrid el tiempo que iba de las 2:30 hasta las seis era tiempo sagrado. Había que guardar el mismo silencio que en la noche. No se podía meter ningún ruido porque siempre había algún vecino listo para llamar la atención y reñir. La siesta era para dormir o descansar. Pero en nuestra familia no existía tal tradición y nunca echábamos la siesta, lo que podía resultar un aburrimiento a matar como fuere. Yo salía al patio alguna vez y jugaba solo. Con las manos hacía carreteras sobre la arena seca del patio y luego cualquier lata de sardinas o trozo de ladrillo podía ser un coche o un autobús que circulaba por todo el patio. Me lo pasaba en grande haciendo algún que otro puente o pueblos imaginarios.

Otro juego del verano eran las cañerías. Para ello cogíamos ladrillos rotos de alguna obra cercana y los preparábamos como tuberías que se bifurcaban por un sitio y otro. La parte de atrás era el sitio más propicio para excavar y colocar las “tuberías” cuesta abajo, luego echábamos agua y ¡eureka! Otro juego era usar un bote de conserva grande atravesado con una manivela de alambre grueso. Luego con un bramante íbamos enganchando latas de sardinas cargadas de arena como si fueren vagones de tren empujados por la manivela. Si el bramante era largo tanto mejor y mejor lo pasábamos. Ya describí el jockey más arriba, casi todos teníamos una garrota o palo de jockey hecho por nosotros o nuestro padre y hacíamos liguillas de jockey de intensa emoción. En aquel tiempo no se compraba nada por que era caro. Hasta un balón resultaba caro y eran pocos quienes lo tenían. La capacidad de inventiva era infinita y el aburrimiento era una excepción en aquella cerrada sociedad infantil de la Colonia. Lo único que nos hacía de rabiar era cuando nuestras madres nos llamaban para hacer un recado. Entonces había que interrumpir el juego y eso era algo insoportable. También recordé en otro capítulo las “olimpiadas” que solíamos hacer con saltos de longitud, de altura, lanzamientos de peso, carreras, lucha libre, etc. Veranos de juego sin tregua.

Pero en agosto la Colonia entraba en un letargo. En agosto Kike y Jose se iban a Cuernavaca, Murcia, a pasar todo el mes. Cogían el coche Hispano Suiza más antiguo que la Carracuca y se iban a Murcia todo el mes. Juani y Clemen se iban al pueblo de Cebreros en Ávila. Alavarito se iba a Cenicientos. Los Valcárcel y los Andréu se iban a Valencia, otros a pueblos de Burgos o de Cuenca donde había ríos para bañarse y la abuela o los tíos del pueblo les daban bien de comer. El caso era que la Colonia se quedaba vacía de gente y se volvía triste. Algún mes de agosto lo tuvimos que pasar en la Colonia y eso si que resultaba aburrido y desesperante sabiendo que tus mejores amigos estaban disfrutando como animalillos por montes, ríos y bosques. Otra costumbre de julio era ir al “río” los domingos. Así que muchos domingos por la mañana se montaba un éxodo de vecinos en vespas con sidecar donde iban hasta cinco o seis personas. Otros iban en un coche línea que los llevaba hasta San Fernando donde había una especie de playa fluvial en el Jarama.. Nosotros nunca llegamos a ir “al río”, pero a juzgar por lo que contaban nuestros amigos, se pasaba bomba. No obstante el verano del 58 fue un verano intenso para mi familia. A mediados de junio Rubén se fue a Asturias con mi tío Ángel. Mi madre y yo quedamos en Madrid hasta julio y luego vino mi padre a recogernos con el SEAT de Atlas Copco para llevarnos a Extremadura. Mi madre vivía momentos muy tristes debido a la muerte de Glenda meses atrás y aquella salida venía bien para cambiar un poco de aires. Para mi eso olía a aventura de la grande. Ir en coche ya era mucho, pero además ir a sitios desconocidos cruzando ríos como el Tajo y el Guadiana era lo máximo.

Salimos muy temprano por la mañana y todo el viaje fue una continua absorción de paisaje y una consulta persistencia en saber en qué parte del mapa estábamos. Pasamos varios días en Mérida y Don Benito. En este último pueblo estuvimos alojados en el Hotel Miriam que era el mejor hotel del pueblo y desayunábamos buenos bollos y magdalenas con servicio de camareros en una terraza de “señores.” Mi madre y yo paseábamos por esos pueblos grandes y nos llamaba la atención el modo de vida de la gente y la pobreza. Muchos niños andaban descalzos. Mi padre no podía estar con nosotros porque trabajaba haciendo demostraciones de excavación en el pantano de Cíjara del famoso Plan Badajoz. Un día mi madre y yo vimos, en Villanueva de la Serena, una vieja que llevaba una enorme llave de casa. Fue una escena simpática que siempre recordamos. Me viene a la memoria los mercados, los chorizos, las fritangas; el intenso calor extremeño. Pasados unos días un señor de Atlas Copco vino a recogernos al Hotel Miriam con un coche y nos llevó a Talarrubias en un viaje que para mí era como recrear las películas del Oeste americano. El coche, después de unas horas, por la carretera general, se desvió por otras carreteras secundarias polvorientas o con guijo a través de montañas secas y pueblo con casas de adobe o piedra muy solitarios. Y así fuimos por algunas horas más hasta llegar al pueblo destino. Talarrubias era un pueblo grande situado cerca del pantano de Cíjara. Quedamos alojados en una pensión del pueblo. Era medio día y estábamos cansados pero con hambre. Fuera hacía muchísimo calor. Yo dormité por un tiempo, pero luego quería saber dónde estaba. Además tenía hambre y había que buscar dónde comer algo. Mi madre, sin embargo seguía en la cama metida en su tristeza y presagiaba que podríamos estar allí por mucho tiempo más encerrados en una habitación que aunque el ventilador estaba en marcha, hacía un calor de respeto. Me daba cuenta que a mi madre le costaba enfrentarse a una nueva situación de sitio nuevo, de gente desconocida. ¿Qué hacer?
Fue entonces cuando llamó alguien a la puerta. Yo miré a mi madre y esta se asustó un poco. Volvió a sonar la puerta y entonces abrimos. Era la señora de la pensión que venía a invitarnos a comer. Fuimos en un momento y allí en el comedor habái gente de su familia que uno a uno nos fueron saludando con efusión e invitándonos a beber y a comer carne sabrosa y una sopa y fruta. Después nos fuimos todos a un patio bajo la sombra de una parra y allí nos fueron preguntando cosas y todos entramos en una conversación agradable. Aquella gente nos ofrecía su hospitalidad sin reservas. Yo rápidamente fui conociendo a los chiquillos del pueblo y me pasé un mes de órdago jugando en Talarrubias día y noche. Mi madre pronto entabló amistad con aquellas buenas señoras y la fueron enseñando el pueblo y más gente y nuestra estancia en Talarrubias resultó ser uno de mis mejores recuerdos. Cuando llegó mi padre ya éramos parte de la vida del pueblo. Recuerdo que de nuevo veíamos niños descalzos. El pueblo era pobre pero la gente era de lo más amable. Sus casas estaban abiertas para nosotros y el paisaje que lo rodeaba era de montaña agreste seca pero con un encanto de película de indios. Todavía puedo ver la escuela de verano que se hacía en las escaleras de una especie de portalón. La maestra se ponía abajo y los chicos se sentaban en los escalones con sus pizarras o cartillas Rayas. Cuando hubo que volver a Madrid, yo no quería, aquel pueblo me había dado mucho. No recuerdo los nombres de los muchos amigos que hice y que me enseñaron todos los rincones del pueblo y sus afueras. Las noches de juegos a la luz de la luna llena y el olor a campo seco vividas hasta la embriaguez. Pero hubo que irse.

Mi padre llegó con la furgoneta y una tarde después de comer y la emprendimos en dirección Madrid. Pasamos el Guadiana en la barca de Pedroche. Al no haber apenas puentes pues había barcas y la carretera de Talarrubias hasta la general de Madrid que se unía en Aldeanueva de San Bartolomé era toda ella una carretera de guijo o polvo en medio de la nada. Los niños de los barqueros nos pidieron bolígrafos y luego seguimos ya de noche hasta Sevilleja de la Jara. Mi padre estaba preocupado por la gasolina ya que quedaba poca. En Sevilleja tuvimos que buscar un sitio para dormir, pero el pueblo ya metido en la noche parecía muerto. Por suerte, alguien que llevaba una lámpara de carburo, nos indicó una “fonda” no muy lejos de allí. Llamamos sin respuesta por unos minutos. Al cabo de un tiempo nos abrió una señora mayor vestida de negro y la cabeza cubierta por un pañuelo. Al saber lo que queríamos nos llevó a una habitación del primer piso del antiguo caserón y allí nos enseñó una enorme cama con un gran bulto en el medio y en la cual habríamos de dormir todos. Bajamos a cenar y vimos a la misma señora cortar la carne delante de nosotros en una cocinota que tenía un fogón tipo chimenea y allí, en un cazuelo, colocó la carne a guisar. Creo que me supo todo a gloria pues luego dormí como una exhalación sin saber qué lado del bulto de la cama me había tocado. Por la mañana ya sólo era coger la carretera general a Madrid. No obstante hicimos parada en Talavera de la Reina para comer y ya de noche llegamos a Madrid. Había sido toda una aventura.

(seguiré)

Vital de Andrés